* “¿Qué hace el pigmeo después de que ha matado al elefante? ¿Se inmortaliza como esos cazadores de opereta, bien dotados por la fortuna, que se van a obtener un pasaporte de heroicidad matando a un pobre elefante desde lo alto de un vehículo para hacerse una foto después con la bota sobre el cráneo del elefante caído?
No, cuando el cazador pigmeo ha matado un elefante, una enorme e infinita tristeza se apodera de su alma, porque siente que ha arrebatado algo a la Madre Tierra, que ha quitado algo a Komba, al padre de todos los animales y de todos los hombres. Y entonces, lo primero que hace es arrancar la lanza del corazón del elefante. La lleva impregnada todavía de sangre olorosa y caliente a lo más profundo de la selva, la limpia con hojas perfumadas, aromáticas, y entonces le dice a Komba:
Padre, hoy he tomado un poco de lo que es tuyo. Perdóname por haberte robado este pedazo de vida. Para demostrarte que no he matado por codicia ni por egoísmo, no tocaré esta carne; sólo la comerán mis hijos, mis hermanos y los demás miembros de mi tribu.
Esto es lo que vi en los días que pasé con los pigmeos del Congo. En el festín después de la matanza del elefante, el matador, el hombre que se ha jugado la vida para abatir al coloso, no podía probar ni una fibra de carne. Y lo que era más. Por el hecho de haber matado al elefante estaba impuro, no se podía sentar en la hoguera de los cazadores para hablar de su hazaña. ¿Por qué? Porque había lesionado a la naturaleza al matar al animal que necesitaba para comer.
Tenía que esperar a la luna llena. En esa noche tendría lugar la danza del elefante moribundo. Y entonces, amigos míos, en el círculo de los cazadores, que tocaban sus flautas dulces con unas pautas y una armonía monorrítmica de xilófono, se alzaba hierático, entristecido, enflaquecido, abrumado, el poderoso cazador.
Cuando comenzaron las pautas rítmicas de la danza, el hombre, llevando la lanza con la que había matado al elefante en la mano, empezó a moverse exactamente igual, con los mismos pasos, con los mismos bamboleos, con la misma pérdida de equilibrio que hace un elefante herido de muerte; precisamente por esta razón la danza se llama la Danza del elefante moribundo.
En ese momento, el cazador que ha revivido durante la danza el daño infringido al elefante cuando le mató, que se había liberado así del pecado de robar su espíritu, y para que ese alma pudiera volar en la selva hacia otro pequeño elefante en el vientre de una hembra, toma la lanza matadora y corre hacia la selva, se pierde dando gritos y cuando regresa ya es un hombre puro porque ha devuelto a la selva lo que era de la selva, es decir, a la Madre Tierra, a la biosfera, el alma que había robado al elefante muerto.” Félix Rodríguez de la Fuente, “Su vida, mensaje de futuro”