* “Ninguna cultura goza de una mayor reputación que el bosquimano en el arte de perseguir animales con un equipo de caza tan simple. Con sólo una Kaross de piel echada sobre los hombros, un arco y una colección de flechas envenenadas, puede sobrevivir en condiciones casi insoportables de sequía y escasez:
[…] El joven Kun descubrió un gran macho Kudú adulto. Los otros dijeron que estaba demasiado lejos del agua, pero obtuvo el permiso de los ancianos para seguirlo y anduvo detrás de su rastro hasta el anochecer. Después de una noche de insomnio al lado de una pequeña hoguera, al alba volvió a seguir su pista y a las pocas horas, arrastrándose sobre el vientre, tuvo al kudú a alcance de tiro. Se detuvo, dio la vuelta a la flecha que había sido metida al revés en la aljaba para protegerse del veneno y olió el barniz mortal para cerciorarse de que estaba todavía lo suficientemente fresco. Adaptó la flecha al arco. Un lento y cauteloso avance lo llevó a cincuenta pasos del animal. Con la velocidad del relámpago apuntó y la frágil flecha rasgó el aire. El animal pegó un salto; la flecha se rompió y cayó al suelo […]
El animal echó a andar en la dirección por dónde había venido. Podían transcurrir horas antes de que sintiese el dolor o la parálisis que seguramente se apoderaría de él. Kun no quería ahora que el animal muriese rápidamente. Tenía el problema de llevarlo al campamento. Siempre agazapado, dejó caer en el aire casi inmóvil un poco de polvo fino para cerciorarse de la dirección del viento. Su campamento estaba casi a sotavento, dirección difícil para empujar hacia ella al animal. Eligió otro camino, un recorrido muy prolongado para mayor seguridad y empezó la larga y lenta persecución. Podía tener que recorrer 40 ó 50 kilómetros. […] Y sabía que durante toda aquella persecución el hambre y la sed le tentarían a darle muerte rápidamente. Estaba demasiado lejos de los otros para hacer la señal del humo y demostrarles dónde estaba.
Durante todo el calor del día y la media luz del crepúsculo siguió el rastro del animal, impidiendo sus frecuentes intentos de descarriarse y siempre con una segunda flecha a punto. […] Lo suficientemente cerca para no perder de vista al animal herido, pero lo bastante lejos para no precipitar su parálisis por el pánico, siguió encaminando sus pasos hacia el campamento. […] Finalmente, por la mañana, vio el humo a distancia del campamento y pudo dar caza con su cuchillo al ya débil animal.
Sobre el cadáver del Kudú, Kun recitó una invocación a la divinidad Mantis por su éxito, y después de avisar a la gente, la carne fue llevada al campamento entre todos. Tras el banquete, uno de los chamanes le hizo un tatuaje en la frente y le frotó el corte con las cenizas de una de las patas del kudú. Esto le ayudaría a ver con agudeza en futuras cace-rías.” Edward Weyer Jr., “Pueblos primitivos de hoy”