“Mari es la diosa total (Pantea): en su figura convergen, como dice Barandiaran, funciones que en otras mitologías aparecen dispersas o repartidas en diferentes genios y númenes. Esta diosa es omniparente, en el doble sentido de que lo pare o engendra todo, y de que todo lo enlaza e implica. La Biblia vasca debería comenzar con este prólogo: En el principio era la Tierra y la Tierra era Mari y Mari era todas las cosas”. Andrés Ortiz-Osés, "La Diosa Madre (Interpretación desde la mitología vasca)"
Artículo de Guillermo Piquero.
Si hay una característica fundamental en la que coincide el arte simbólico neolítico y el imaginario mítico vasco, es en el hecho de que ambos comparten el atributo de tener a un numen femenino como figura principal de sus respectivos panteones. Por tanto, parece lógico pensar que para profundizar en el significado simbólico que subyace en el denominado mito de Mari, debemos a su vez profundizar en el conocimiento del arte preindoeuropeo y más concretamente, en sus representaciones en torno a lo que los estudios de arqueomitología identifican como “la Gran Diosa”. Para ello tomaremos de nuevo como punto de partida las investigaciones de la arqueóloga Marija Gimbutas, quién además de su famosa Hipótesis de los kurganes de la que ya hemos hablado en el anterior capitulo, fue la artífice de otra gran teoría (sin nombre concreto y menos conocida para el gran público) en la que sentó las bases sobre la interpretación de la cosmovisión y la espiritualidad de las culturas del neolítico preindoeuropeo, a través de la “decodificación” del complejo simbolismo que contiene su arte sagrado. Dicho arte fue definido por la arqueóloga como “El lenguaje de la Diosa”, título del libro a través del cual expuso al gran público las conclusiones de sus investigaciones.
Aunque
tanto en el caso genérico de las culturas de la Vieja Europa neolítica, como en el caso particular de la cultura tradicional vasca, estamos hablando igualmente de un corpus cosmológico de la mitología indígena europea en el que un numen femenino actúa como eje central y vertebrador de sus creencias, este conocimiento nos ha
llegado, sin embargo, a través de dos fuentes históricas diferentes. Así, en el caso del imaginario mítico vasco, la fuente histórica principal ha sido la tradición oral, rescatada para su
divulgación en tiempos históricos recientes por autores como Barandiaran, Azkue o Caro Baroja. Dicha tradición oral está conformada por historias, cuentos y leyendas en las que se nos presenta a
Mari como un “todopoderoso” numen femenino que encarna tanto a los fenómenos naturales (tormenta, viento,…) como a los animales (cuyas variadas formas adopta) y que aparece vinculada a espacios
sagrados (cuevas, montañas,…) que determinan sus variados nombres (Txindokiko Mari, Aketegiko Dama, etc.). En algunas de estas leyendas también se nos presenta a Mari con los atributos propios de
una sacerdotisa o sorgina con poder profético y oracular; y en otras narraciones míticas también se la describe como jueza o regidora de la conducta de los seres humanos (autoridad moral). No
obstante, nos centraremos en esta ocasión en sus atributos principales como personificación de las fuerzas de la naturaleza.
"Mari, ¿Cuál es la realidad significada por tal nombre? La naturaleza como un Todo. Pues Mari o la Señora (Anderea) no se circunscribe en su actuar y en su estar sólo a la tierra, sino que abarca los tres reinos (mineral, vegetal y animal) y los cuatro elementos: tierra, aire, agua y fuego [...] es el origen tanto del bien como del mal, a semejanza de la divinidad preindoeuropea arcaica. Para empezar, como dueña absoluta de la vida, tanto puede dar la vida como quitarla. […] Puede hacer beneficios como provocar daños, proteger los rebaños como desatar la tormenta. […] En una palabra, es la Diosa o la madre asilvestrada, imagen de la naturaleza salvaje.” Josu Naberan, “La vuelta de Sugaar”
Este papel absolutamente central que la mitología vasca otorga a Mari encuentra su reflejo y contexto cultural en el arte neolítico pre-indoeuropeo, dónde una Gran Diosa de la vida, de la muerte y de la regeneración (según la denominación empleada por Marija Gimbutas) ocupa el lugar central de un sinfín de representaciones pictóricas y escultóricas. Obsérvese a continuación, en esta descripción que la arqueóloga hace sobre las características de la Gran Diosa de la Vieja Europa, sus evidentes paralelismos míticos con la figura de Mari:
“La Diosa de la Fertilidad o Diosa Madre es una imagen mucho más compleja de lo que la gente piensa. No solo era la Diosa Madre que controlaba la fertilidad, o la Dama de las Bestias que gobierna la fecundidad de los animales y de toda la naturaleza salvaje, sino una imagen compuesta con rasgos acumulados de las eras pre-agrícola y agrícola. Durante esta última se convirtió esencialmente en la Diosa de la Regeneración, esto es, una Diosa Luna, producto de una comunidad sedentaria y matrilineal que abarcaba la unidad arquetípica y la multiplicidad de la naturaleza humana. Ella era la fuente de vida y de todo lo que producía fertilidad y, al mismo tiempo, era la poseedora de todos los poderes destructivos de la naturaleza. La naturaleza femenina, como la Luna, tiene su cara positiva y su cara negativa.” Marija Gimbutas, “Diosas y dioses de la Vieja Europa.”
Esta descripción arquetípica de la Gran diosa pre-indoeuropea está fundamentada, además de en la mitología comparada, en el estudio, por parte de Gimbutas, de una descomunal producción artística de miles y miles de imágenes antropomorfas y antropo-zoomorfas femeninas representadas en cerámicas y frisos, pero sobre todo, esculpidas o modeladas en forma de pequeñas estatuillas principalmente durante el periodo Neolítico y, en algunos casos, hasta la Edad del Bronce. Dichas “figurillas” femeninas son conocidas en el mundo académico bajo el genérico nombre de “venus neolíticas,” y representan un continuum cultural, aunque simbólicamente más complejo y sofisticado, con las famosas figurillas que durante decenas de miles de años se esculpieron en el Paleolítico Superior.
Estatuillas femeninas neolíticas
Para hacernos una idea de la magnitud e importancia de dicho arte, baste decir que solamente en yacimientos arqueológicos del Mediterráneo y de Europa del Este, entre el 6.000 y el 3.000 a/C, se han catalogado más de treinta mil de estas representaciones. Es importante reseñar, que dichas esculturas no solo han sido halladas en yacimientos de la Civilización de la Vieja Europa, sino también a lo largo y ancho de la geografía que antaño ocuparon las llamadas culturas preindoeuropeas (Norte de África, Próximo y Medio Oriente, Valle del Indo,…) lo que es un claro indicativo de que todos estos pueblos mantenían, en esencia, una misma cosmovisión.
Podemos asegurar, con absoluta certeza, que dichas figurillas pertenecían a la esfera de lo sagrado y estaban vinculadas a la espiritualidad naturalista de aquellas culturas preindoeuropeas, pues la inmensa mayoría de ellas se han encontrado en el interior de sepulturas, sobre alteres, así como en santuarios y lugares de culto. Muchos de estos antiguos asentamientos neolíticos fueron excavados por el grupo arqueológico de Marija Gimbutas, quién posteriormente elaboraría diversos artículos académicos y libros en torno a su particular interpretación de la espiritualidad naturalista preindoeuropea en base a las evidencias desenterradas en dichos yacimientos. Para la arqueóloga, estas representaciones femeninas constituían un auténtico “filón” de información sobre la cosmovisión indígena europea, pues además de los valiosos datos simbólicos que proporcionaban las muy diversas apariencias y morfologías de las estatuillas, muchas de ellas también estaban decoradas con una serie de signos e ideogramas que la arqueóloga identificó como una escritura pictórica que consiguió “decodificar” en sus aspectos simbólicos y arquetípicos más esenciales.
“Las esculturas en miniatura (de piedra, marfil, hueso o arcilla), conocidas como figurillas, las cuales se encuentran abundantemente en casi cualquier yacimiento y necrópolis neolítica, tienen un valor incalculable para reconstruir, no solo la simbología, sino la propia religión. (…) La tradición de decorar con símbolos las figurillas y otros objetos de culto nos permite reconocer sus funciones y sus ritos asociados.” Marija Gimbutas, “El lenguaje de la Diosa.”
Así, con el título de su obra cumbre, “El lenguaje de la Diosa”, Gimbutas hacía referencia a un amplio glosario de signos e ideogramas (meandros, espirales, retículas, vulvas, semillas, huevos, serpientes,…) que aparecían de forma reiterada y repetitiva en asociación con figuras antropomorfas y antropo-zoomorfas femeninas y que, según la arqueóloga, conformaban una escritura pictográfica basada en un “alfabeto de lo metafísico” mediante la cual nuestros ancestros expresaban su cosmovisión naturalista y sagrada. Para entendernos a través de una analogía, esta escritura pictográfica preindoeuropea sería similar a los símbolos y motivos geométricos que decoran tejidos, vestimentas o toda clase de objetos artísticos de muchas culturas indígenas actuales, los cuales, desde la mirada occidental, no son más que unos bonitos ornamentos, pero que sin embargo tienen un significado cosmológico y espiritual profundo desde cada cosmovisión indígena concreta
“Estos signos constituyen la gramática y la sintaxis de una especie de metalenguaje con el que se transmite toda una compleja constelación de significados que revelan la percepción básica del mundo cultural de la Europa primitiva (la pre-indoeuropea). En un estricto sentido de la palabra, los símbolos rara vez son abstractos; sus conexiones con la naturaleza persisten y así permiten ser descubiertos a través del contexto y sus asociaciones (…) Constituyen un complejo sistema en el que cada unidad esta interrelacionada con el resto, en lo que parecen ser categorías específicas. (…) Las asociaciones sistemáticas en el Próximo Oriente, en el Sureste de Europa, en la zona Mediterránea y en el centro, oeste y norte de Europa, indican que una misma religión de la Diosa se extendió por todas estas regiones como un sistema ideológico cohesivo y persistente.” Marija Gimbutas, “El lenguaje de la Diosa.”
Tras cotejar miles de estas de estas estatuillas femeninas, analizar los signos e ideogramas inscritos sobre ellas, así como contextualizar su simbolismo a través de la religión, la mitología y la etnografía comparada, Gimbutas encontró una serie de patrones simbólicos comunes que se repetían de forma sistemática en estas representaciones y que estaban relacionados con los ritmos cíclicos de la naturaleza y los procesos de vida, muerte y regeneración de la misma. Atendiendo a esta cosmovisión, agrupó este arte sacro femenino en tres categorías principales:
-La que da la vida: En la que englobaba principalmente las figuras de mujeres dando a luz o amamantando, (asociadas a símbolos como vulvas, semillas, signos acuáticos y animales como la osa, la cierva, el carnero,...).
-La portadora de muerte: Grupo en el que predominaban las representaciones de antropomorfos femeninos, tumbadas con los brazos cruzados sobre pecho y el cuerpo rígido (asociadas a animales como el búho, el buitre, el cuervo,…).
-La Regeneradora: En las que entre otros muchos ejemplos, podemos citar las representaciones de mujeres embarazadas (asociadas a serpientes, abejas,…) o las imágenes antropo-zoomorfas vinculadas a animales-hembra como la rana, el pez o el erizo (símbolos uterinos) y a animales-macho como el toro o el chivo (númenes de la fertilidad).
Estatuilla de mujer en cuclillas (posición de alumbramiento) con una gran vulva en su pecho, Chipre, 3.000 a.C. / 2. Estatuilla que representa la rigidez y el color blanco de la muerte. Islas Cicladas, 3.000. a.C. / 3. Antropo-zoomorfo femenino de mujer-serpiente embarazada. Creta. 5.000 a.C.
Marija Gimbutas llegó finalmente a la conclusión de que a pesar de la gran variedad morfológica y muy diversa procedencia geográfica de las decenas de miles de estas estatuillas, todas ellas representaban en realidad los distintos atributos y roles de un único Gran Numen femenino. Una Gran Diosa que era venerada de forma común por todos los pueblos que antaño habitaron la extensa geografía preindoeuropea, y que fue conocida bajo diversos nombres y representada con las particularidades propias de cada cultura concreta. Así lo explicaba la arqueóloga:
“Parece más apropiado ver a todas estas imágenes femeninas como distintos aspectos o advocaciones de una Gran Diosa con sus funciones esenciales: donante de vida, portadora de la muerte, de la regeneración y de la renovación. La analogía más obvia estaría en la propia Naturaleza; a través de la multiplicidad de fenómenos y continuos ciclos que en ella se producen, se reconoce la unidad fundamental que subyace en ella misma.” Marija Gimbutas, “El lenguaje de la Diosa”
Esta hipótesis de Gimbutas fue recibida con notable recelo por algunos investigadores, quienes afirmaban que catalogar todas estas imágenes femeninas como representaciones de una única deidad, era aventurarse demasiado en la interpretación simbólica de dicho arte. Sin embargo, la propuesta de Gimbutas cobra gran verosimilitud si ponemos nuevamente nuestro foco en los atributos que la mitología y la tradición oral vasca otorgan a Mari, dónde a pesar de las múltiples apariencias y nombres con los que se conoce al numen femenino vasco, hoy en día nadie pone en duda de que estamos hablando de una única deidad.
Mari y su nexo simbólico con la Gran Diosa del arte neolítico.
Muchos de los escépticos que cuestionaron (y cuestionan) el extraordinario trabajo de recomposición histórico que realizó Gimbutas, no tendrían más que admitir lo correcto de las líneas generales de su teoría en cuanto estudiaran con un mínimo de detenimiento el mito de Mari y, en especial, su capacidad de metamorfosis en cualquier ser o fenómeno natural. Esta multiapariencia de Mari constituye un paralelismo mítico tan evidente con la Gran Diosa del arte simbólico preindoeuropeo que obviarlo es, simplemente, cerrar los ojos ante la verdad de los hechos.
Así, los relatos y leyendas vascas nos describen a Mari como un ser que se manifiesta en nuestro mundo a través de innumerables formas y apariencias. De entre todas ellas, y al igual que la Gran Diosa preindoeuropea, Mari “escoge” preferentemente las formas de mujer y de animal para presentarse ante nuestros ojos, aunque también “ha sido vista” adoptando forma de árbol, roca, nube, ráfaga de viento, arcoíris,….. El etnólogo José Miguel de Barandiaran resumía así lo que le contaron sus informantes de las comunidades rurales vascas de mediados del pasado SXX sobre las distintas apariencias que adopta el numen vasco:
“Las leyendas atribuyen a Mari sexo femenino. Se presenta muchas veces en forma de señora elegantemente ataviada, como se nos dice en los relatos de Durango (…) en igual forma es representada en los relatos de Elosua, de Begoña, de Azpeitia, de Zegama, de Errenteria, de Askain y de Lescun. En esta última localidad dicen que viste saya roja. Aparece también en forma de señora sentada sobre un carro que cruza los aires tirado por cuatro caballos (Amezketa). En figura de mujer que despide llamas la han visto en Zaldibia; como mujer envuelta en llamas que, tendida horizontalmente en el aire, cruza el espacio (en Bedoña); que despide fuego y que, unas veces, arrastra una barredera y, en otras, unas cadenas (según el ruido que la acompaña), conforme a noticias de Errézil; señora que va montada sobre un carnero (Zegama y Oñati); que tiene su cabeza rodeada de la Luna llena (Azkoitia); mujer que tiene pies de ave (...); señora con pie de cabra, según el Lívro dos Linhagens del Conde D. Pedro; de figura de macho cabrío (Auza del Baztán); de la de caballo, según leyendas de Arano; de la de novilla (Oñati); de la de cuervo ha sido vista en la cueva de Aketegi; de la de buitre en la gran cueva de Supelegor o Supelaur del monte Itxina, según creencias de Orozko; de la de un árbol cuya parte delantera semeja una mujer, o de la de árbol que despide llamas por todos sus lados, según cuentan en Oñati; de la de nube blanca, según la han visto en Durango y en Ispáster; del arco iris en Durango; en Eskoriatza aparecía en forma de ráfaga de viento”. J.M. de Barandiaran, “Mitos del pueblo vasco”
Vemos pues como tanto la multiapariencia de Mari, como la inmensa variedad morfológica de las representaciones de la Diosa en el arte neolítico, cobran un nuevo sentido al relacionarlas entre si y las sitúan en un mismo contexto cultural. Dos expresiones culturales distantes temporalmente miles de años (la tradición oral vasca contemporánea y el arte sacro preindoeuropeo) parecen expresar un mismo concepto cosmológico: que la Diosa/Mari es inmanente a todo proceso de vida, de ahí las infinitas formas que adopta, pues todos los seres, ciclos y fenómenos naturales no son más que distintas manifestaciones de este Espíritu Madre Universal (Anima Mundi) que envuelve, impregna e interrelaciona a todas las formas de vida.
“Si la Tierra constituye el Cuerpo materno del universo con sus órganos físicos, Mari constituye el Alma Madre del universo con sus funciones psicofisiológicas. En efecto, Mari es el Alma, Psique o Conciencia del universo, por eso es de algún modo todas las cosas. Pero no un Alma separada del Cuerpo sino incorporada en el mundo como Alma nutricia (Alma Mater), generadora y sustentadora de todas las cosas a las que insufla el principio vital que personifica.” Andrés Ortiz-Osés, “Los mitos vascos. Una aproximación hermenéutica”
Otra dato importante que nos aporta Gimbutas sobre los atributos míticos de la Gran Diosa Preindoeuropea y que pueden identificarse también en Mari, es que en sus orígenes simbólicos era una deidad partenogénica, es decir, con capacidad para engendrar vida a partir de sí misma. Esta consideración se sustenta, desde un punto de vista arquetípico y mítico, en que al personificar la unidad que forman todos los seres y ciclos del cosmos, tiene la capacidad de “autofecundarse”, puesto que el principio masculino también forma parte de su propio ser (del Todo). Algunos ejemplos mitológicos en este sentido los encontramos en las diosas griega Hécate, en la egipcia Isis y en la sumeria Nammu, así como en el sincretismo religioso que desembocó en el mito sobre la “virginidad” del principal numen femenino del cristianismo romano: María. Así, muchas de las más tempranas representaciones de las estatuillas femeninas neolíticas son de figuras antropomorfas femeninas con un alargado cuello fálico, lo que era interpretado por Gimbutas como una representación de la androginia mítica de la Gran Diosa:
"Era andrógina, con su cuello alargado en forma de falo; esta bisexualidad divina destaca el poder absoluto de dicha Diosa. La separación de sus cualidades masculinas debió de ocurrir en algún momento del VI milenio a/C. […] Como Ser Creador supremo, que crea partiendo de su misma sustancia, es la diosa fundamental del panteón de la Vieja Europa. En esto contrasta con la Madre Tierra indoeuropea […] que no es, en sí misma, un principio creativo, pues sólo se queda embarazada a través de la interacción del dios-cielo masculino.” Marija Gimbutas, Diosas y dioses de la Vieja Europa.
Estatuillas femeninas neolíticas de “cuello fálico”.
Desde el punto de vista del imaginario mítico vasco, esta androginia sagrada parece haber estado representada por la biunidad formada por Mari y Sugaar (culebro o dragón), pues recordemos que éste último es el único numen de la mitología vasca que no es explícitamente “subordinado” de Mari, sino que desempeña el papel de compañero o amante de la Gran Diosa vasca. Es posible, por tanto, como indica Gimbutas, que en origen Sugaar pudiera considerarse desde un punto de vista arquetípico y simbólico como una “emanación” de la propia Diosa que le permitía a ésta autofecundarse (Diosa partenogenética) y que en algún momento de finales del Neolítico, dicha biunidad o androginia mítica que conformaban Mari y Sugaar se tornara, finalmente, en dualidad.
Otro símbolo serpentiforme que entre sus múltiples significaciones representa la interrelación entre todos los seres y fenómenos de la naturaleza es: el hilo. Numerosas diosas arcaicas están relacionadas directa o indirectamente con este simbolismo sagrado. Y del mismo modo, la representación arquetípica más conocida de Mari en la mitología vasca es la de una mujer hilando en la entrada de su cueva-santuario. Esta imagen por antonomasia de Mari, encuentra su paralelismo en muchos templos arquitectónicos de la Vieja Europa en los que en los altares y lugares de culto, se han encontrado estatuillas femeninas acompañadas de telares, así como útiles del hilar y de tejer (husos, fusayolas, pesas de telar,…) a modo de ofrendas u objetos votivos.
“En los lugares de culto de la Vieja Europa se han encontrado numerosos husos que portaban inscripciones. Para el humano moderno el huso es un utensilio práctico, aparte de ser algo del pasado. Sin embargo, en la Antigüedad hay muchos indicios que apuntan a que el huso tenía un significado en el culto. Gimbutas, que traza muchos paralelismos entre la Antigua Europa y las tradiciones griegas clásicas, pone de relieve que en los santuarios de Artemis se han encontrado husos, pesas de telar, lanzaderas y otros utensilios que se usaban para tejer. Gracias a las inscripciones sabemos que entre las ofrendas a Artemis había también telas de lana y de lino, así como ovillos enrollados en bobinas. Así que lo lógico será imaginar que estos husos inscritos tenían un significado similar como ofrendas para la Diosa madre antiguo-europea, para la “hilandera” del destino del ser humano” Harald Harmannn, “Historia universal de la escritura”.
Estamos hablando pues, de que el arte de hilar y de tejer debió de formar parte activa de algunos de los ritos de la espiritualidad indígena europea, unos ritos en los que existen infinidad de testimonios históricos de haber sido oficiados por mujeres iniciadas o sacerdotisas. Parece obvio establecer aquí un paralelismo simbólico con el recuerdo o mito de las sorgiñas vascas, quiénes aparecen en algunas leyendas y narraciones populares vinculadas a una rueca como instrumento mágico (Ej. Dolmen de sorginetxe). Por ello, es también probable, que como ocurre en otras culturas indígenas, la iniciación en el arte de hilar y de tejer como oficio típicamente femenino, estuviera acompañado de ciertas enseñanzas espirituales con las que se iniciaba a las jóvenes vascas en los “misterios” de la religión de Mari. Así lo cree Txema Hornilla:
"Mari, la diosa ancestral, suele llevar cautiva a una jovencita y la retiene por un tiempo en su cueva, enseñándole a hilar y desvelándole ciertos secretos. Nos hallamos frente al arquetípico esquema de la iniciación femenina, con la reclusión de la novicia en un lugar donde no ha de ver el Sol y en conexión, por tanto, con el simbolismo de la Luna como artesana del tiempo y tejedora de la existencia, concebida ésta a modo de laberinto, como un intrincado cruce de caminos (posibilidades de ser) sobre el que se cierne el destino. No en vano la tela de araña, imagen perfecta de este concepto, se llama en euskera amama sare , es decir, red de la abuela ( o lo que es lo mismo, red de los ancestros femeninos).” Txema Hornilla, “Zamalzain el chamán y los magos del carnaval vasco".
Todos los paralelismos que hemos visto hasta ahora entre el mito de Mari y la Gran Diosa del arte neolítico nos permiten afirmar, con cierta solvencia, que el mito de Mari tiene un claro substrato cultural preindoeuropeo, lo cual, a su vez, sería indicador de que su origen cultural primigenio debe remontarse, como mínimo, hasta las primeras culturas agrícolas de nuestro continente. Pero además, existen otras evidencias que nos permiten situar el origen de dicho mito aún más atrás en el tiempo. Así, si damos por cierta su relación simbólica con las estatuillas femeninas neolíticas, estamos a la par afirmando que el origen histórico del mito de Mari pudiera remontarse hasta el Paleolítico Superior, pues la tradición de tallar y esculpir estatuillas femeninas no es originariamente neolítica, sino que se remonta al menos a 30.000 años antes.
Estatuillas femeninas paleolíticas
Las estatuillas femeninas conocidas como venus paleolíticas, pueden considerarse, sin ninguna duda, como las precursoras o “hermanas mayores” de las del posterior arte neolítico preindoeuropeo y evidencian, como ya hemos expuesto anteriormente, un continuum simbólico entre dos periodos históricos a los que, sin embargo, se suele presentar en nuestros libros de historia como dos grandes espacios temporales y culturales diferenciados bajo la dicotomía: nómada-cazador-recolector (Paleolítico Superior) / sedentario-agricultor-pastor (Neolítico). Aun siendo cierta esta diferenciación entre el desarrollo técnico y las formas de vida del Paleolítico Superior y del Neolítico, parece que en lo relativo a su cosmovisión, se mantuvo en esencia un mismo imaginario mítico a lo largo de estos dos periodos históricos, que perduró en toda Europa hasta hace unos 4.500 años, cuando comenzó paulatinamente a desaparecer o desvirtuarse por la expansión de los nuevos mitos que trajeron consigo los invasores indoeuropeos.
“Desde luego, lo que resulta sorprendente no es la metamorfosis de los símbolos a través de los milenios, sino, más bien, la pervivencia de los mismos desde el Paleolítico. Los principales aspectos de la Diosa del Neolítico (La Donante de Vida, representada en una pose de parto naturalista; La que da la fertilidad, influyendo en el crecimiento y la multiplicación, representada desnuda y evidentemente embarazada; La protectora que proporciona hálito o alimento, representada como una mujer-pájaro con senos y prominentes glúteos; y La portadora de la muerte, representada como un desnudo rígido tallado en hueso) pueden ser rastreados hasta el período en que aparecieron las primeras esculturas de hueso, marfil o piedra, alrededor del 25.000 a.C., y sus símbolos (vulvas, triángulos, senos, cheurones, zigzags, meandros y cúpulas) incluso hasta mucho antes.” Marija Gimbutas, “El lenguaje de la Diosa”
La extraordinaria importancia de las venus paleolíticas en el contexto del universo simbólico prehistórico no sólo radica en el hecho de que representan la primera muestra de arte antropomorfo de la humanidad, sino también en que evidencian que una misma cosmovisión fue compartida en los albores de la humanidad, a lo largo y ancho de nuestro continente. Así, independientemente del área geográfica dónde haya sido hallada cada estatuilla (se han encontrado venus paleolíticas desde los Pirineos hasta el lago Baikal de Siberia) y de su antigüedad concreta (entre 40.000 y 12.000 años), la mayor parte de ellas comparten una serie de rasgos comunes. Son de pequeño tamaño y suelen caber en la palma de la mano, posiblemente para poder ser transportadas por estos pueblos nómadas como amuleto o talismán. Son representaciones de mujeres desnudas, sin un rostro definido y carecen de pies, lo que es interpretado por algunos autores como un posible indicador de que fueron concebidas para ser clavadas en el suelo o sobre pedestales. Y aunque hay excepciones, la mayor parte de ellas, contienen un patrón artístico similar centrado en la maternidad y la fecundidad: grandes pechos, caderas anchas y remarcado triángulo púbico.
Por otra parte, parece claro que no son representaciones realistas, sino que quieren expresar conceptos más profundos y se sirven del cuerpo de la mujer para expresarlos. Estamos pues, ante un lenguaje simbólico y arquetípico, mediante el cual nuestros ancestros podían expresar conceptos complejos por medio de imágenes que los representaban. Y no por casualidad, las esculturas más antiguas de la humanidad, parecen representar precisamente el que sin duda es el más antiguo arquetipo sagrado dentro de todas las culturas humanas: el de la naturaleza entendida como una Gran Madre creadora de vida (ma/ama).
Ahora bien, llegados a este punto cabe preguntarse: si esto es así, ¿Qué es lo que quieren exactamente expresar nuestros ancestros y las culturas indígenas actuales con que “la Tierra es nuestra Madre”? ¿Se refieren solamente a que ella nos provee de alimento y protección como lo hace una madre? ¿O se refieren también al concepto propuesto en este trabajo de que todos los seres y fenómenos naturales provienen de una misma matriz primordial, de un Espíritu-Madre universal (Diosa) que posibilita su manifestación en el Mundo físico visible? Nos inclinamos aquí a pensar que muchas de las representaciones del arte sagrado femenino del Paleolítico y el Neolítico estaban influenciadas por esta creencia ancestral animista, en la que las imágenes vinculadas con el arquetipo sagrado de la madre evocaban, a través del cuerpo de la mujer, tanto a al útero femenino (el órgano a través del cual se regenera la comunidad), como a la matriz de la Diosa/Mari (la dimensión espiritual de dónde nacen las fuerzas que “animan” y regeneran a todos los seres, ciclos y fenómenos de la naturaleza). Esta cosmovisión animista queda perfectamente resumida en esta frase:
“El misterio del cuerpo femenino es el misterio del nacimiento, que es también el misterio de lo no manifiesto convirtiéndose en manifiesto en la totalidad de la naturaleza” Anne Baring y Julesh Cashford “El mito de la Diosa.”
Y así, una síntesis filosófica de este concepto simbólico dual que expresan las representaciones femeninas del arte prehistórico, parece estar reflejado en la famosa Venus de Laussell. Esta obra de arte fue esculpida hace 25.000 años en la entrada de un abrigo rocoso en el extremo norte de la región de Aquitania (Dordoña), hasta donde sabemos, por las evidencias toponímicas e históricas, que estuvo extendido el euskera al menos hasta época romana. Por tanto, y visto lo visto hasta ahora en este capítulo, podemos tomarnos la licencia de interpretar el grabado de Laussell, como una representación prehistórica que contiene parte del simbolismo mítico primigenio del que desciende el mito de Mari actual.
El grabado, representa a una mujer, probablemente embarazada, con los atributos de fecundidad clásicos de la venus paleolíticas. Su cabeza dirige la mirada hacia su mano derecha, que sostiene un cuerno de bisonte con trece incisiones. Su mano izquierda reposa sobre su vientre grávido, pareciendo tocar con la punta de los dedos su prominente ombligo. Respecto a su significado, podría tener dos interpretaciones paralelas e interrelacionadas, una especie de polisemia simbólica que entronca con lo expuesto hasta ahora:
La primera interpretación estaría más relacionada con la sexualidad y los ritmos biológicos femeninos que posibilitan el desarrollo de la maternidad humana. Representaría una especie de calendario menstrual indicando el número 13 los días de pre-ovulación, que son paralelos a los de la luna creciente (cuya forma imita el cuerno), y en los que se encuentran los días más fértiles y más propicios para concebir un embarazo. Hay que recordar que la Venus de Laussel fue salpicada con ocre rojo y estaba situada en la entrada de un abrigo rocoso en cuyo interior existen grabados de falos, vulvas y escenas sexuales. La segunda interpretación tendría un trasfondo mítico y cosmológico. Representaría a la Gran Diosa Paleolítica cuyos ritmos cíclicos y estacionales de vida, muerte y regeneración duran un año solar, es decir, 13 lunaciones. El cuerno de bisonte que sujeta con su mano derecha podría guardar relación simbólica con el principio de fertilidad masculino de la naturaleza (que en las mitologías arcaicas encarna el toro), y en asociación simbólica con la mano izquierda que reposa sobre su vientre grávido como evocación de la tierra fértil, y en cuyo centro se representa el ombligo como onfalos por el que se accede al Mundo subterráneo, a la matriz de la Diosa.
La etnología comparada nos permite afirmar, con relativa certeza, que las culturas paleolíticas creían del mismo modo que otras culturas ancestrales del planeta, que la entrada hacia ese inframundo uterino que simboliza el ombligo de la Venus de Laussell se encontraba en las miles de cavernas, simas y galerías que salpican la geografía en el que se desarrolló el llamado arte franco-cantábrico. Desde esta perspectiva “uterina” del mundo subterráneo, podemos comprender mejor el significado cosmológico que subyace en algunos otras estatuillas femeninas con una simbología paralela a la de La Venus de Laussell, así como su vínculo con las cavidades en las que (o alrededor de las cuales) fueron encontradas. Tal es el caso de la conocida como Venus de Praileaitz, hallada en una cueva vasca del municipio de Deba, en Gipuzkoa y que tiene una entrada en forma de vulva, de unos 6 metros de altura, alineada astronómicamente con el solsticio de verano (vemos pues como en Praileaitz, al igual que en Laussell, están relacionados simbólicamente el mundo celeste y el subterráneo).
Se trata de una piedra pulida que, según los arqueólogos, pudo haber sido en su origen una estatuilla similar en formas y proporciones a otras venus paleolíticas que, por su característica silueta en forma de rombo o losange, son conocidas con el adjetivo de “losángicas”: como por ejemplo, las de Grimaldi en Italia, la de Willendorf en Austria, la de Kostienki en Rusia, o las de Lespugue y Laussel en Francia. Esta clara forma romboidal o losángica que tienen todas estas estatuillas nos hacen preguntarnos si dicha forma geométrica, además de estar determinada por las anchas caderas de las voluptuosas mujeres representadas, no tiene un significado por sí misma. A este respecto, Xabier Peñalver, el arqueólogo que dirige las excavaciones de Praileaitz, sugiere como otros muchos investigadores, que el losange es un símbolo que representa a la vulva.
Para intentar arrojar un poco más de luz a esta hipótesis, nos fijaremos de nuevo en las estatuillas femeninas del neolítico preindoeuropeo, donde el losange aparece en numerosas ocasiones inscrito sobre ellas. En este sentido, un importante dato para la interpretación simbólica de dicho signo es que los losanges aparecen mayoritariamente dibujados con un punto en su centro y, en algunos casos, dividido en cuatro cuartos con su respectivo punto. Es reseñable también que en algunas estatuillas dichos puntos son sustituidos por semillas reales que se incrustan sobre el barro de la pieza artística. Por otra parte, todos estos losanges aparecen habitualmente inscritos sobre el vientre de estatuillas femeninas que frecuentemente representan a mujeres embarazadas, así como en sus nalgas y muslos. Todo esto parece indicarnos que el losange no representa tanto a la vulva, sino más bien al útero y, por extensión, a la tierra fértil. Es un símbolo de fertilidad que en el neolítico parece estar asociado a la vegetación y los cultivos. Así lo explica Marija Gimbutas:
"Un losange con un punto o un guión en el centro o en las esquinas debió de haber sido la invocación simbólica para asegurar la fertilidad. Las figurillas de Cucuteni Temprano del Oeste de Ucrania son menos abstractas. En este caso, todo el cuerpo, en particular glúteos y abdomen, estaba impreso con grano real. (…) Con frecuencia, el losange es la característica más pronunciada, siendo el resto del cuerpo femenino un mero medio para el concepto ideográfico. La idea del embarazo como opuesta a la de la esterilidad se expresa por medio de un punto en el centro del losange o dentro de cada uno de los paneles de un losange dividido en cuatro cuartos. Este ideograma, ya presente en los sellos del VII milenio de Catal Huyuk, se encuentra por toda la Vieja Europa tanto en figurillas del Neolítico como del Calcolítico.” Marija Gimbutas, “Diosas y dioses de la Antigua Europa”
Por tanto, atendiendo a este imaginario mítico preindoeuropeo podríamos concluir que la figura losángica o romboidal conocida popularmente como la Venus de Praileaitz está simbólicamente relacionada con el concepto regenerador del útero, no en un sentido meramente humano, sino también en un sentido mítico (matriz de la Diosa) y naturalista (tierra fértil). Esta hipótesis queda reforzada por el uso exclusivamente ceremonial que según los arqueólogos tuvo, durante el Paleolítico, la habitación de la cavidad donde fue encontrada la pieza (junto a otros colgantes de piedra con los que parece estar vinculada) y que, sin duda, formaron parte de ancestrales ritos relacionados con la fertilidad humana y de la naturaleza.
Mari y su nexo simbólico con el arte animalista paleolítico
Es importante volver a reseñar, que cuando hablamos aquí de “la matriz de la Diosa” nos estamos refiriendo a ese mundo ctónico o subterráneo en el que, según las cosmovisiones arcaicas preindoeuropeas (y por tanto también la vasca), tenían lugar los procesos de regeneración de la vida de la superficie terrestre. Un lugar más allá del espacio y el tiempo en el que habitan las almas de los antepasados, y del que todos procedemos y a donde todos regresemos en un ciclo incesante de vida, muerte y renacimiento. Esta es la clave para entender por qué las cuevas, como emplazamientos naturales subterráneos, fueron los grandes santuarios o templos de la antigüedad.
“He aquí que la cueva prehistórica de Mari simboliza el cuerpo interior y matricial del universo, cuya Alma madre es la propia Diosa vasca. En su recinto sagrado de la cueva paleolítica se albergaban enterramientos de difuntos, se realizaban ritos mágicos de fertilidad-fecundidad, se cobijaban los humanos y se pintaban los símbolos de animales, figuras y signos significantes o significativos. La caverna cohabitada por Mari es el Eje del mundo, el Centro de la tierra, el ámbito sacral de la realidad." Andrés Ortiz-Osés "Los mitos vascos. Aproximación hermenéutica"
En este sentido, es obligado también preguntarse sobre cómo encaja en dicho contexto uterino el arte rupestre paleolítico y, en especial, las representaciones de animales que tan abundantemente fueron pintadas sobre las paredes de las cavernas. Así, un dato revelador en este sentido, está inscrito en la etimología del propio término “animal”, que proviene precisamente de “anima” (alma). Es de suponer por tanto, que las culturas paleolíticas, como cualquier otras cultura indígena, consideraban a algunas especies animales como antepasados directos del clan que desempeñaban tanto el papel de espíritus tutelares colectivos (totemismo), como el de espíritu tutelar individual (coesencia, animal de poder, etc.). Según esta visión, las pinturas rupestres no serían representaciones propiamente de animales, sino, más bien, de sus espíritus o ánimas que “habitan” en la matriz de la Diosa/Mari (anima mundi). Esta cosmovisión animista sería posteriormente heredada por las mitologías neolíticas, dónde al igual que ocurre en la mitología vasca, los animales pueden ser considerados como epifanías o manifestaciones de la Diosa/Mari.
“Los animales esculpidos de la Vieja Europa preindoeuropea pueden ser considerados, según Gimbutas, como epifanías de la Diosa Madre, encarnando los diferentes aspectos de sus poderes. […] Se han encontrado en muchos lugares que, al parecer, se utilizaban como santuarios o templos, máscaras rituales de animales de toda especie, cubriendo a menudo las cabezas de cuerpos femeninos. Dibujos de animales decoran vasijas y recipientes, y éstos últimos a menudo también tienen forma animal. […] Por otra parte, las cuevas paleolíticas cuyas paredes estaban cubiertas de animales simbolizan la matriz de la Diosa, particularmente porque se han hallado esculturas de la Diosa en el exterior de las cuevas (Laussel), o en sus inmediaciones (Lespugue), lo que indica algún tipo de relación entre las diosas del exterior y los animales pintados en el interior. En el Neolítico, el arte de la Vieja Europa y de Catal Hüyük, en Anatolia, explora la relación precisa que vincula la Diosa y el animal, invitando a utilizar el término de Diosa de los Animales.” Anne Baring y Julesh Cashford, “El mito de la Diosa”
Esta hipótesis sugerida por Baring y Cashford en el párrafo anterior, de que existe una relación entre las estatuillas femeninas halladas en el exterior de las cuevas y los animales pintados en su interior, encuentra su refrendo (una vez más) en los atributos con los que la mitología vasca describe a Mari. Así, José Miguel de Barandiaran, tras sintetizar los múltiples relatos que recopiló de la tradición oral vasca, afirmaba que Mari toma generalmente “forma de animal en el mundo subterráneo” (lo que la vincula simbólicamente con las pinturas rupestres) y “forma de mujer en la superficie de la Tierra” (lo que la vincula simbólicamente con las estatuillas femeninas).
“A pesar de la variedad de formas que los relatos populares atribuyen a Mari, todos convienen en que ésta es un genio de género femenino. Mari toma generalmente figuras zoomórficas en sus moradas subterráneas, forma de mujer en la superficie de la tierra, y de mujer o de hoz de fuego cuando atraviesa los aires […] Las figuras de animales, como la de toro, de macho cabrío, de novillo rojo, de caballo, de serpiente, de buitre, etcétera, a que hacen referencia las narraciones relativas al mundo subterráneo, representan, pues, a Mari y a sus subordinados, es decir, a los númenes telúricos” J.M. de Barandiaran
Este vínculo de Mari con las cuevas y el subsuelo, así como sus metamorfosis animalísticas en dicho contexto subterráneo, son evidencias demasiado explicitas como para no considerar al menos la posibilidad de que el origen primigenio del mito de Mari pueda remontarse hasta tiempos paleolíticos. Aunque muchos investigadores se empeñen en desechar dicha circunstancia, volvemos de nuevo a repetir que realmente es un hecho del todo extraordinario que la última gran reminiscencia cultural del culto a la Gran Diosa en Europa Occidental, perviva precisamente en la principal área geográfica dónde se desarrolló dicho arte rupestre subterráneo (arte franco-cantábrico). Así, los paralelismos simbólicos entra ambas épocas son tan evidentes que José Miguel de Barandiaran afirmaba ya esto en el año 1934:
“Así como en otros aspectos de la cultura vasca han llegado hasta nosotros ciertas reminiscencias del hombre paleolítico, es de presumir que también en el aspecto religioso hayan perdurado algunos vestigios de su mentalidad. A este propósito conviene advertir que ciertos personajes o divinidades zoomórficas, es decir de forma de caballo, de toro, de carnero, de buitre y de serpiente, habitando lo más hondo y oscuro de las cavernas, son la parte más destacada, a la vez que más arcaica, de la mitología vasca. Existe además un genio o divinidad antropomórfica de carácter femenino, que adopta, a veces, apariencias animales o simplemente posee algunos miembros semejantes a los de ciertos animales (pies de cabra, garras de buitre, etc.,.). Su nombre actual es Mari. Esto demuestra que las mismas representaciones artístico-religiosas del pueblo franco-cantábrico son las que moviliza y escenifica la mitología vasca. El mismo mundo de imágenes e iconos, ocupando los mismos templos o moradas, se repite en ambos casos. Los mitos vascos proyectan sombras y figuras gemelas de las del cazador paleolítico, o, lo que es más probable, heredadas de ellas”. J.M. Barandiaran, “El hombre primitivo en el País Vasco.”
Y así, la teoría actual más extendida entre el universo científico sobre el significado del arte rupestre paleolítico, concuerda con la concepción mítica vasca del Mundo Subterráneo como el lugar donde habitan númenes y espíritus de aspecto animal. Dos de los prehistoriadores más reputados de la actualidad, Jean Clottes y David Lewis-Williams, basándose en la etnología comparada de otras culturas indígenas actuales con pinturas de origen paleolítico, como los San del kalahari o los aborígenes australianos, argumentan que el arte rupestre debe contextualizarse desde la perspectiva animista de entender las cuevas como puertas de entrada/salida entre el mundo físico y el mundo espiritual, donde las pinturas rupestres habrían sido realizadas en el contexto de ritos de carácter chamánico. Así Clottes y Lewis-Williams, proponen que la pared de la cueva sería una especie de “fino velo o membrana” entre el mundo visible y el invisible, y es a partir de sus grietas y orificios por dónde nuestros ancestros creían que surgían los espíritus de los animales hacia el mundo físico visible. Por tanto, estaríamos hablando de un significado espiritual y totémico que engarza con la hipótesis propuesta en este trabajo de concebir la cueva como la entrada primordial hacia la matriz de la Diosa/Mari, o viceversa, el lugar desde dónde la Diosa/Mari gesta a todos los seres vivos y los “pare” hacia al exterior para que se “materialicen” en la naturaleza terrestre. Y este es probablemente el trasfondo simbólico que subyace tras el hecho de que la mayor parte de los númenes-animales subterráneos sean considerados en los mitos vascos como epifanías de Mari, o bien, como espíritus auxiliares a su servicio.