Introducción
"En efecto, Mari es el alma, psique o conciencia del universo, por eso es de algún modo todas las cosas. Pero no es un alma separada del cuerpo, sino incorporada en el mundo como alma nutricia (Alma Mater), generadora y sustentadora de todas las cosas a las que insufla el principio vital que personifica."
Andrés Ortiz-Osés, "Los mitos vascos"
Artículo de Guillermo Piquero.
A pesar de que el lenguaje arquetípico y simbólico de los mitos, ha sido y aún es utilizado por las culturas indígenas como un sistema de aprendizaje con el que explicar y transmitir de manera sagrada el funcionamiento del universo, hoy en día nos resultaría impensable que en la clase de ciencias o de biología de nuestros hijos, se explicarán los procesos naturales de nuestro planeta mediante poemas o relatos sin una supuesta base racional y científica.
Y es que la visión generalizada de nuestra sociedad y la que en su mayor parte transmitimos a los niños en las escuelas, sigue siendo que la mitología de los pueblos indígenas es un conjunto de leyendas y cuentos fantasiosos creados por nuestros ancestros para explicar el mundo, puesto que en esa época lejana carecían de los instrumentos científicos y tecnológicos para entenderlos. Esta visión ha quedado plasmada en la frase "eso es un mito", para referirnos a algo que siendo falso, es tomado por verdadero. Pero… ¿Y si fuera al revés?, ¿Y si fuéramos nosotros, ciudadanos civilizados del SXXI, los que quienes fruto de nuestra ignorancia y de nuestra desconexión con el mundo natural, no somos capaces de ver y percibir la verdadera naturaleza de las cosas?
Un punto de inflexión en este sentido supuso la presentación hace algunas décadas de la famosa Hipótesis Gaia. Su creador, James Lovelock, tras años de complejos estudios interdisciplinares, llego a la conclusión de que nuestro planeta es un ente vivo, un gran organismo compuesto por la interrelación de todos los seres y ciclos naturales. Según su hipótesis, la atmósfera y la corteza terrestre se comportan como un solo organismo que se autorregula y se autorregenera para mantenerse en equilibrio. Esto es de manera muy sintética lo que los científicos denominan biosfera.
Lovelock tuvo que estudiar varias carreras universitarias, trabajar en la Nasa, etc… para demostrar, a través del lenguaje científico, lo mismo que llevaban expresando los pueblos indígenas desde el principio de los tiempos a través del lenguaje mítico y poético: que la naturaleza es un Todo, un gran tejido sagrado formado por la interrelación de infinitos “hilos de vida”. Dicho tejido sagrado ha sido tradicionalmente comprendido y representado simbólicamente por dichas culturas ancestrales como el cuerpo (y la creación) de una Gran Madre, puesto que las mujeres, al igual que la propia naturaleza, también son capaces de generar en su propio seno el milagro de la vida. De ahí que desde el principio de los tiempos todas las culturas del planeta nos hayamos referido a ella como Madre Naturaleza o Madre Tierra: Ama Lur.
Pero a diferencia de la concepción exclusivamente materialista que tienen las ciencias biológicas modernas, las culturas humanas ancestrales conciben la naturaleza como una simbiosis sagrada entre el mundo material y el mundo espiritual. Este es el prisma a través del cual perciben la realidad las culturas a las que la antropología engloba bajo el genérico término de “animistas” y que, como antaño la vasca, entienden que todo ser vivo, ya sea animal, vegetal o mineral posee ánima, es decir, una fuerza espiritual propia que posibilita su materialización en la vida física y que dota a cada ser vivo de consciencia sobre sí mismo, de autoconsciencia. Así nos lo explica Esteban Ierardo:
“Todos entendemos qué significa poder pensar en nosotros mismos, poder pensar en nuestra propia alma o espacio psíquico; todos entendemos qué es ser autoconscientes. Pero a nosotros, humanos modernos, nos cuesta mucho aceptar la posibilidad de que una roca tenga alma, es decir, que posea la capacidad de ser consciente. Para nosotros es una imposibilidad racional admitir o imaginar siquiera que un árbol pueda tener alma y ser autoconsciente, y lo mismo respecto a un río o una montaña. Por lo tanto, el animismo es una forma de experiencia del mundo según la cual, el alma, la autoconciencia, no sólo es un principio característico del sujeto humano, sino que también es un atributo de todos los seres y de todos los fenómenos. Todo está vivo en tanto que todo tiene conciencia. Todo tiene alma. Esto es, en un sentido muy genérico, el animismo.” Esteban Ierardo, “Mito y ciencia”
La Gran Diosa como anima mundi
Y si como ya hemos dicho anteriormente, las culturas ancestrales entienden nuestro planeta como un ser vivo (femenino), pues es obvio que, para ellas, dicho ser también tiene consciencia y ánima propia. Este espíritu universal de la naturaleza, al que el filósofo griego Platón bautizó para el mundo occidental con el término latino de anima mundi (“alma del mundo”), parece ser el concepto fundamental que subyace en la interpretación simbólica de un ancestral numen femenino, al que los estudios de arqueomitología sincretizan bajo el genérico término de “Gran Diosa.” Así, según las evidencias del arte prehistórico y las mitologías arcaicas, dicho numen constituyó el pilar central de una antiquísima cosmovisión aborigen europea, entre cuyas referencias históricas más significativas podríamos citar a la diosa Gaia en Grecia, Isis en Egipto, Astarte en Canaan, Cibeles en Anatolia o Inanna en Sumer. En este sentido, es conveniente recalcar, que cuando nos refiramos en este libro a la Gran divinidad femenina del Mundo Antiguo, estaremos haciendo referencia implícita a ese espíritu universal de la naturaleza y principio unificador del mundo, que: anima la naturaleza de todas las cosas como la misma alma anima al ser humano.
Algunas
de las referencias escritas más antiguas y explícitas sobre esta espiritualidad naturalista las podemos encontrar en diversos textos del cristianismo primitivo, concretamente en los libros
descubiertos en Nag Hammadi en 1945 y que forman parte de lo que popularmente se conocen como los “Evangelios gnósticos o apócrifos” (II d.C). Los gnósticos denominaban a la Gran Diosa con el
nombre principal de Sophia, sinónimo y representación arquetípica de la “sabiduría divina.” De igual modo, también era conocida bajo otros muchos apelativos como el de “Madre Universal”, “la
Matriz” o “la Reveladora de los Misterios.”
"Soy intangible y habito en lo intangible. Me muevo en cada criatura […] Soy la vista de los que moran en el sueño. Soy el uno invisible dentro del Todo […] Soy el movimiento del Todo. Existo antes que Todo y soy el Todo, pues existo antes que todo. Soy la imagen del Espíritu invisible y por medio de mí el Todo tomó forma […] He descendido en medio del inframundo y brillo en la oscuridad. […] Soy la madre tanto como la luz, la matriz intangible. En mi mora el conocimiento, el conocimiento de las cosas sempiternas. […] Soy la matriz que da forma al Todo."Trimorfa Prottenoia, Primer libro del codice XXIII de los Manuscritos de Nag Hamadi.
Otro de los textos históricos más reveladores sobre lo que pudo representar el simbolismo sagrado de la Gran Diosa en estas civilizaciones pre-patriarcales, lo encontramos en la única novela completa que se conserva de la literatura romana, “El asno de oro”, escrita hace 1.800 años por Lucio Apuleyo y que según algunos autores es una adaptación de un libro todavía más antiguo procedente de la literatura griega. En un momento del relato, su protagonista invoca a la Diosa Isis, (considerada en el antiguo Egipto como la “Madre de todos los dioses”); ésta se le aparece y le dice:
"Yo
soy la madre natural de todas las cosas, señora y rectora de todos los elementos, el linaje inicial de los mundos, poseedora de los poderes divinos, reina de todo lo que hay en el infierno,
señora de todos los que viven en el cielo, que se manifiesta única y bajo una sola forma en nombre de todos los dioses y diosas. Dispongo a mi voluntad de los planetas del cielo, los saludables
vientos de los mares y los abominables silencios del infierno; mi nombre, mi divinidad, se adora por todo el mundo y de diversas maneras, con costumbres variables y bajo muchos
nombres.” Libro
XI, cap 47, "El asno de oro"
Por
tanto, las evidencias arqueológicas del arte prehistórico (estatuillas, grabados, pinturas,…), asociadas a los estudios sobre el folclore y las mitologías arcaicas, parecen sugerir que esta
cosmovisión aborigen que tenía como elemento central de su espiritualidad naturalista a la Gran Diosa, se desarrolló de forma continuada en nuestro continente durante un inmenso periodo de tiempo
que abarcó todo el Paleolítico Superior y el Neolítico, para posteriormente, y debido al surgimiento de las nuevas civilizaciones y religiones patriarcales (invasiones indoeuropeas y semíticas),
ir desapareciendo paulatinamente durante la Edad del Bronce y la Edad del Hierro, hasta pervivir, a partir de entonces, en pequeños y diseminados “islotes culturales” a lo largo de la geografía
europea durante los últimos dos mil años. Por lo que los mitos, ritos y tradiciones que han conseguido pervivir hasta hoy en día en dichos “islotes culturales”, son claves para quién intente
reconstruir, desde la actualidad, aquella cosmovisión arcaica. Así lo creía, la arqueóloga Marija Gimbutas:
“Los antiguos símbolos y creencias que se han conservado en tiempos históricos y los que perduran aún hoy en día en zonas rurales y periféricas de Europa (particularmente en el País Vasco, Bretaña, Gales, Irlanda, Escocia, y en algunas zonas de los países bálticos y eslavos) son esenciales para comprender los símbolos de la era prehistórica, puesto que estas últimas versiones las conocemos dentro de sus contextos rituales y míticos. […] El folklore como fuente para la reconstrucción de la cosmovisión prehistórica, es todavía un campo bastante inexplorado por los arqueólogos (y viceversa: fuentes arqueológicas muy ricas, apenas son tenidas en cuenta por los investigadores del folklore y la mitología), a pesar de que dicho campo ofrece enorme posibilidades.” Marija Gimbutas, "The Monstrous Venus of Prehistory: Divina Creatrix"
Esta aproximación interdisciplinar a la prehistoria (arqueomitología), que se ha convertido actualmente en imprescindible para seguir ahondando en los misterios de nuestro pasado, nos revela como en estas “zonas periféricas de Europa” a las que hace referencia Gimbutas, sobrevivió la memoria de diversas divinidades femeninas que, aunque responden a diferentes nombres dependiendo de cada cultura concreta, comparten en esencia una misma significación mítica entre todas ellas. De tal modo que la Diosa Dana de Irlanda, Mokosh en los países eslavos, Zemlya en la zona báltica o Mari en la cultura vasca, nos muestran a través del folklore y los mitos de sus respectivos países, lo que la arqueología prehistórica nos evidencia a través de los yacimientos del mundo antiguo: la preponderancia de una gran deidad femenina como columna vertebral del universo cosmológico aborigen europeo.
Así, este libro que tienes entre tus manos, pretende ser un pequeño granito de arena que contribuya al redescubrimiento de aquella cultura europea primigenia, tomando como referencia e hilo conductor de nuestro relato a uno de estos númenes femeninos citados anteriormente y que, a través de una antiquísima tradición oral, ha conseguido ser recordado y transmitido hasta nuestros días. Nos referimos, claro está, a Mari, la Dama o Señora (Anderea) de la mitología vasca. Y aunque han sido numerosos los autores que han elaborado libros, artículos o ponencias en esta misma dirección, espero que las páginas de este pequeño trabajo puedan humildemente aportar aspectos novedosos que se complementen con los de dichas investigaciones anteriores.
Mari: Madre del linaje mítico vasco
El que Mari pudiera representar para el universo cosmológico vasco, el concepto de anima mundi o espíritu universal de la naturaleza del que estamos hablando en esta introducción, ya fue propuesto hace algún tiempo por el filósofo y antropólogo Andrés Ortiz-Oses, quién es responsable de algunos de los más profundos y detallados estudios en torno a la interpretación simbólica y antropológica del mito de la Gran Dama vasca, por lo que podemos tomar sus interpretaciones como referenciales:
“En el caso de la mitología vasca, la cosa resulta paradigmática: en ella, la Tierra es el cuerpo material del universo, pero un cuerpo cohabitado por la diosa Mari como alma de ese cuerpo universal.” Andrés Ortiz-Osés, “Mitología vasca”
Esta interpretación animista de Ortiz-Osés nos permite a su vez comprender en su sentido pleno, el verdadero significado que subyace tras la clásica definición de Mari y de otras deidades femeninas arcaicas “como pertenecientes al mundo ctónico o subterráneo.” Así, de la misma forma que todos podemos entender el concepto simbólico de que el alma o el espíritu de cada persona se encuentra en el interior de su cuerpo, los antiguos vascos creían, de igual manera, que el espíritu de la Tierra “habitaba” bajo la corteza terrestre, en un reino uterino donde se gestaba y regeneraba la vida que se desarrollaba en la superficie. Esto nos ayuda también a comprender, sobre qué están hablando muchas cosmovisiones arcaicas cuando se refieren al Mundo Subterráneo como la dimensión espiritual (inframundo/mundo de los antepasados) de la que procede y a la que regresa, tras morir, todo ser vivo.
Quizás por eso, la imagen arquetípica de Mari más conocida en la mitología vasca sea la de una mujer hilando en la boca de una caverna (como entrada simbólica por excelencia hacia el Mundo Subterráneo), pues dicho lugar representa una frontera mítica entre el Mundo de los vivos y el de los antepasados, y Mari se vale de su hilo dorado para mantener unidas estas dos realidades paralelas que forman parte de su ser. Ella es al mismo tiempo hacedora y encarnación de ese gran “tejido sagrado de la vida” del que hablan innumerables mitos indígenas, formado por la interrelación de todos los seres y ciclos de la naturaleza, y que personifica Mari a través de sus infinitas apariencias y metamorfosis.
Desde esta perspectiva holística, sagrada y profundamente uterina, todos somos hijos e hijas de Mari y a la vez parte integra de su cuerpo. Su matriz es tanto origen como destino, que interconecta a toda forma de vida a través de su umbilical hilo dorado. Así, el vocablo hari (“hilo” en euskera) parece estar en el origen etimológico del término aria (estirpe, casta, linaje,…); y en el mismo sentido, el vocablo latino linum (“hilo de lino”) está en la raíz de las palabras “línea” y “linaje”. He aquí, por tanto, el simbolismo umbilical que subyace tras el “hilo de la vida” que hilan las Diosas del Destino presentes en numerosas mitologías de la Europa arcaica (Moiras, Parcas, Nornas,…).
De este modo, podríamos arriesgarnos a proponer que tanto el término Mari (ama+hari) como el de María (ama+aria), podrían traducirse literalmente como “matri+lineal”, o si se prefiere “linaje+materno.” A esto habría que añadir, para completar esta hipótesis, que hoy sabemos por los textos e inscripciones funerarias de algunos pueblos del mediterráneo pre-indoeuropeo, que el término Ama (“madre” en euskera) era usado por aquellas culturas con significación análoga al de “Diosa”. Por consiguiente, “Mari” podría interpretarse o traducirse como la “Diosa/Madre del linaje o de la estirpe (vasca)”.
Esta significación nos aportaría una nueva perspectiva interpretativa de por qué la famosa leyenda (recogida en el SXVI en el Libro dos Linhagens) sobre el primer Señor de Vizcaya, Diego López de Haro, atribuye la nobleza de su linaje a su matrimonio e hijos con Mari. Y del mismo modo nos ayudaría a interpretar con una mayor profundidad, otras leyendas de similar contenido, que tienen como protagonistas a determinados númenes femeninos de la mitología vasca, como así lo cuenta Juan Inazio Hartsuaga:
“En numerosas leyendas sobre las lamias, pero también en las de Mari, aparece el casamiento de un mortal con una bella mujer -que esconde algún rasgo animal, como es un pié de cabra-, y que se presenta como "del más alto linaje"; (…) Estas leyendas, que muchas veces se refieren a simples pastores, aparecen también en el origen de antiguos linajes o señoríos como el de Vizcaya, en la figura de Don Diego López de Haro, y de otros muchos lugares de la geografía europea, como es el mito de la Melusina en Francia.” Juan Inazio Hartsuaga, “Mari”
Igualmente, dicha significación de Mari como Gran Madre del linaje vasco, también parece encajar con su función y posición en el panteón mitológico vasco, dónde como indica el etnógrafo Joxe Miguel de Barandiaran, todos los genios y númenes están supeditados a Mari, “son sus subordinados.” Dicha subordinación nos estaría indicando, entre otros significados paralelos, la posición de dichos númenes en la genealogía mítica vasca, como descendientes o partes disgregadas de la fuente original. “Mari” sería pues un término que contiene en su significación abstracta el concepto de origen o matriz primordial (ma), a la que nos une un hilo umbilical (hari/aria) que nos vincula a ella durante nuestra vida y nos permite retornar sin extravío a su regazo cuando nos llega la muerte (ari-ma: “alma” en euskera).
Sugaar, Akerbeltz y el inframundo uterino vasco
Pero para que la vida fructifique en el útero de la Diosa/Mari, es obviamente necesaria la participación del principio masculino de la naturaleza, encarnado en los mitos vascos por dos númenes principales: el culebro de fuego Sugaar y el antropomorfo chivo negro Akerbeltz. Ambos númenes de fertilidad, parecen haber jugado un papel principal en los antiguos mitos y ritos vascos, aunque hasta nuestros días tan solo hayan llegado pequeños retales sobre sus originarios atributos y funciones. Sin embargo, nos son suficientes para poder emprender un reconstruccionismo simbólico mínimo, que por fuerza necesita de la mitología comparada y que expondremos a lo largo del libro.
Así, Sugaar (también conocido bajo los nombres de Sugoi, Maju o Suarra) es el deseado amante de la Gran Diosa vasca, en contraposición a la despiadada imagen mítica que del dragón ofrecen las religiones patriarcales indoeuropeas y semítas. Esta relación amorosa entre ambos seres parece representar la unión entre el principio femenino terrestre y el principio masculino celeste, escenificado en los mitos vascos a través de las tormentas, como anunciadoras de la lluvia seminal que fecunda la naturaleza y en las que la energía ígnea celeste (relámpago/Sugaar) desciende sobre la tierra, penetrando en las simas y cavidades para vivificar nuestro planeta. Este y no otro, parece haber sido el verdadero significado que subyace tras el vínculo legendario del dragón alado con las cavernas, como representación simbólica de su nexo con el inframundo uterino pagano. De tal modo que podríamos afirmar que Sugaar y Mari representan a esa biunidad sagrada presente en la cosmología de numerosas culturas indígenas, cuya unión simboliza la complementariedad entre los dos principios fundamentales que alimentan la vida.
Visto lo visto, parece claro que Sugaar no es un numen “subalterno o subordinado” a Mari, como ocurre con el resto de personajes del panteón mitológico vasco, sino que se relaciona con ella de igual a igual. De tal modo que si Mari representa el principio materno (ma) en el linaje mítico vasco, Sugaar representa por su parte el principio paterno (ar), como así parecen corroborarlo algunas leyendas medievales (de sentido similar a las anteriormente referidas sobre Mari y su vinculación con el linaje del Señorío de Vizcaya) en las que se atribuye a Sugaar la paternidad del mítico caballero Jaun Zuria.
Y si bien podríamos decir que Sugaar personifica la “causa”, la chispa catalizadora que prende la llama de la vida sobre la naturaleza terrestre, existe otro numen vasco que representa el “efecto” que dicha acción vivificadora produce. Nos referimos a Akerbeltz, el antropomorfo macho cabrío negro que, según las leyendas, presidía los Akelarres vascos. Él es la personificación de la fertilidad cíclica que nace y muere todos los años al ritmo de las estaciones y los ciclos solares; o al menos así parece sugerirlo su semejanza arquetípica con otros dioses de la fertilidad, también astados y antropomorfos, que desempeñan el papel de hijo-consorte de la Diosa (“Dios Año”) en muchas religiones primitivas; por lo que no es descartable, que esa también fuera su originaria función en la mitología indígena vasca.
El vínculo de Akerbeltz con el inframundo uterino vasco y su papel como representante de la fertilidad cíclica de la naturaleza pueden intuirse por un lado, por su color negro (beltz), símbolo cromático preindoeuropeo de fertilidad y renacimiento, y por otro, por su cabeza y cuernos (bucráneo), en analogía morfológica con los órganos reproductores femeninos y evocación de la matriz de la Diosa. Así, para intentar descubrir los originarios atributos de este “demonizado” y ancestral numen vasco, hay que eliminar de nuestro inconsciente la imagen deleznable que sobre el urdió el catolicismo a lo largo de los últimos siglos, para poder visualizar con claridad que él no es el regente del tenebroso infierno cristiano, sino el del regenerador inframundo uterino vasco.
Nuestros
ancestros se comunicaban con este Reino Subterráneo a través de ritos y ceremonias que tenían lugar en determinados lugares sagrados, que eran
identificados como puertas o aberturas que conducían real o simbólicamente hacia el subsuelo (cuevas,
simas, dólmenes, sepulturas, cromleches,…) y que evocaban en sus formas, naturales o arquitectónicas, a la matriz de la Diosa. Entrar (en espíritu) en dicho Mundo subterráneo debió de significar
para los antiguos vascos un retorno al útero primordial, a un mundo paralelo al nuestro en el que habitaban los antepasados, pero que no era sinónimo de muerte (como el infierno cristiano), sino
de regeneración y de renacimiento (como lo demuestra el hecho de que a lo largo de decenas de miles de años de prehistoria, pervivió el rito funerario de enterrar a los difuntos en posición
fetal). Así, en yacimientos arqueológicos del Neolítico preindoeuropeo, se han encontrado hornos de pan de 7.000 años de antigüedad cuya bóveda imita el vientre de una Gran Diosa gestante.
Imaginémonos pues el útero incandescente de Mari y tendremos una imagen arquetípica perfecta de lo que en realidad representaba el infierno para nuestros ancestros.
Según la tradición oral de los mitos vascos, esta matriz ígnea estaba conectada con el etxe tradicional a través de galerías subterráneas que desembocaban en el fuego del hogar y permitían a las almas de los difuntos visitar por las noches a sus parientes “del otro lado.” Esta ancestral cosmovisión constituye, sin duda, una extraordinaria pervivencia de la espiritualidad prehistórica, que sobrevivió desde la hoguera de la cueva hasta la cocina del etxe, y en la que el fuego sagrado del hogar actuaba como nexo ceremonial entre el mundo de arriba (vivos) y el mundo de abajo (antepasados).
El que la matriz ígnea de la Gran Diosa/Mari haya terminado por convertirse en el imaginario mítico occidental, en un lugar lúgubre y tenebroso en el que arden las almas heréticas e impías, ha sido fruto de determinados procesos históricos y culturales, de sobra ya conocidos (invasiones indoeuropeas y semitas, cultura greco-romana, cristianización, inquisición,…), que las grandes religiones patriarcales llevaron a cabo a lo largo de los últimos milenios para desconectar nuestra consciencia de la verdadera naturaleza (espiritual) de la realidad. Con el mismo fin, eliminaron o distorsionaron los mitos principales en los que se fundamentaba la cosmovisión indígena europea, demonizando sus atributos y caricaturizándolos de forma burda y grotesca. Así, un método infalible para reconocer el grado de importancia que tuvo un mito en la antigüedad, es analizar el grado de saña con el que las religiones patriarcales lo atacaron y distorsionaron. Resulta verdaderamente sorprendente como, entre los fragmentos dispersos que han sobrevivido hasta nuestros días de la ancestral mitología vasca, se puede descubrir el significado originario de cada uno de los más relevantes mitos que la religión cristiana erigió como arquetipos de la maldad y la herejía: el infierno, la bruja, el dragón, el diablo,… y que en la mitología vasca tienen (o tuvieron) un significado antagónico que intentaremos reconstruir a lo largo de este trabajo.
Según la tradición oral de los mitos vascos, esta matriz ígnea estaba conectada con el etxe tradicional a través de galerías subterráneas que desembocaban en el fuego del hogar y permitían a las almas de los difuntos visitar por las noches a sus parientes “del otro lado.” Esta ancestral cosmovisión constituye, sin duda, una extraordinaria pervivencia de la espiritualidad prehistórica, que sobrevivió desde la hoguera de la cueva hasta la cocina del etxe, y en la que el fuego sagrado del hogar actuaba como nexo ceremonial entre el mundo de arriba (vivos) y el mundo de abajo (antepasados).
El que la matriz ígnea de la Gran Diosa/Mari haya terminado por convertirse en el imaginario mítico occidental, en un lugar lúgubre y tenebroso en el que arden las almas heréticas e impías, ha sido fruto de determinados procesos históricos y culturales, de sobra ya conocidos (invasiones indoeuropeas y semitas, cultura greco-romana, cristianización, inquisición,…), que las grandes religiones patriarcales llevaron a cabo a lo largo de los últimos milenios para desconectar nuestra consciencia de la verdadera naturaleza (espiritual) de la realidad. Con el mismo fin, eliminaron o distorsionaron los mitos principales en los que se fundamentaba la cosmovisión indígena europea, demonizando sus atributos y caricaturizándolos de forma burda y grotesca. Así, un método infalible para reconocer el grado de importancia que tuvo un mito en la antigüedad, es analizar el grado de saña con el que las religiones patriarcales lo atacaron y distorsionaron. Resulta verdaderamente sorprendente como, entre los fragmentos dispersos que han sobrevivido hasta nuestros días de la ancestral mitología vasca, se puede descubrir el significado originario de cada uno de los más relevantes mitos que la religión cristiana erigió como arquetipos de la maldad y la herejía: el infierno, la bruja, el dragón, el diablo,… y que en la mitología vasca tienen (o tuvieron) un significado antagónico que intentaremos reconstruir a lo largo de este trabajo.
Mari como mito cultural
En el caso de Mari la distorsión de su significado se fraguó de una manera diferente, pues no pudiendo la nueva religión patriarcal cortar las hondas raíces que la vinculaban a las creencias populares, su imagen fue paulatinamente hibridada o absorbida por la de la Virgen Mari(a), una jugada maestra que le permitió al cristianismo romano apropiarse al mismo tiempo de multitud de espacios sagrados en los que antaño se veneraba a la Gran Deidad pre-indoeuropea. Aun así, el mito de Mari logró sobrevivir hasta nuestros días al abrigo de algunos inexpugnables refugios rocosos, lugares sagrados en los que el catolicismo encontró demasiado complejo erigir sus santuarios y que conservaron en la toponimia su vínculo lingüístico con la Gran Dama. A ello también ayudó, la pervivencia hasta tiempos históricos recientes de una antiquísima tradición oral, que mantuvo vivos mitos y leyendas populares con un marcado substrato animista, hasta que el mundo rural de antaño fue paulatinamente hibridándose con el de la nueva era industrial y tecnológica.
Fue durante la transición histórica entre estos dos mundos, cuando diversos investigadores y recopiladores (Webster, Azkue, Barandiaran,…) tomaron el relevo de la tradición oral y reprodujeron lo que aún quedaba de dichos mitos en el mundo académico y literario, permitiendo así su divulgación entre las más recientes generaciones. En este sentido, es oportuno recalcar de nuevo, que lo que hoy comúnmente conocemos como “mitología vasca” es en realidad un corpus cosmológico formado por los fragmentos dispersos de una extraordinaria visión del mundo que el cristianismo romano (en el caso vasco) se tomó gran empeño en triturar a lo largo de estos últimos siglos, por lo que ha llegado hasta nuestros días desvirtuada y distorsionada respecto a su condición original. Y aunque el pilar central (Mari) de dicha cosmovisión, aún permanezca erguido en la memoria y el inconsciente colectivo vasco, existe una diferencia fundamental con el pasado: para nuestros ancestros Mari no era un arquetipo, una leyenda o un cuento fantasioso inventado junto al fuego, sino que Mari era (es) real. Sin pararse a reflexionar detenidamente sobre este crucial asunto, es imposible comprender en toda su profundidad y magnitud a la cosmovisión ancestral vasca, pues el animismo no se basa en “creer” que los seres vivos tiene vida espiritual, sino en saberlo, sentirlo y experimentarlo empíricamente.
La transformación de Mari en mito cultural, una vez que la sociedad vasca perdió su vinculación con el animismo, se debe principalmente a la divulgación de los trabajos del etnólogo vasco José Miguel de Barandiaran, quién realizó una labor incansable de recopilación a lo largo de la primera mitad del SXX, consciente de que la mayor parte de sus informantes constituían la última generación portadora de una tradición oral a punto de ser engullida por la historia. Uno de sus primeros trabajos fue precisamente “Mari o el genio de las montañas”, publicado en 1923, dónde ya explicaba como una deidad telúrica-femenina ocupaba el lugar central de la mitología vasca y no solo eso, sino que catalogaba al resto de númenes y genios de dicha cosmovisión como sus “subordinados”. Estas afirmaciones, suponían una antítesis arquetípica y simbólica frente a todas las mitologías patriarcales que por entonces dominaban el panteón de las culturas occidentales, y contribuyeron a alimentar aún más entre los círculos académicos de la época que investigaban estos temas, la leyenda de la singularidad cultural vasca, que ya no sólo se debía a su idioma, sino también a poseer una religión naturalista de marcado carácter femenino.
“Hay un genio de sexo femenino, como la mayor parte de los que figuran en la mitología vasca, que ha logrado acaparar muchas funciones que han sido atribuidas a diversos seres míticos en otros países. Es considerado como jefe de los demás genios. Entre los componentes de sus nombres actuales, el más antiguo parece ser Mari. Este vocablo, que en algunas partes del país significa Señora (Anderea) y que en este sentido se aplica al parecer al personaje mítico del que hablamos, va acompañado del nombre de la montaña o caverna dónde, según las creencias de cada pueblo, suele aparecer el genio. Txindokiko Marie (La Mari de Txindoki) le llaman en Amezketa; Marimunduko (Mari de Muru o Mundu) en Ataun,… Nosotros la llamaremos simplemente MARI, como lo hacían los pastores de Urkiola que, al mostrarme desde el prado de Zabalaundi, sito al pie del Monte Anboto, una de las cuevas de esta sierra, me decían: Ara or Marijen Kobia (He ahí la cueva de Mari).” José Miguel de Barandiaran, “Mitología vasca"
Unas décadas más tarde de las primeras investigaciones publicadas por Barandiaran, y a medida que también se iban publicando los hallazgos en torno al arte simbólico de distintos yacimientos arqueológicos del Neolítico pre-indoeuropeo (como los de Marija Gimbutas en el Este de Europa o los de James Mellaart en Oriente Próximo) en los que una deidad femenina parecía desempeñar el papel central de su universo simbólico, algunos investigadores comenzaron a vislumbrar que, lo que en un principio fue considerado como un hecho excepcional y diferencial vasco (la concepción animista de la realidad estructurada en torno a Mari como piedra angular que todo lo sostiene y abarca), podía también interpretarse como una reminiscencia cultural de una forma de comprender el mundo que, con diversos matices, estuvo extendida por todo el área geográfica que antaño ocuparon las llamadas culturas pre-indoeuropeas (como por otra parte, ya había intuido J.J. Bachofen un siglo antes, a través del análisis de la literatura clásica grecorromana.)
Cosmovisión pre-indoeuropea y cosmovisión ancestral vasca
Pero este vínculo entre lo pre-indoeuropeo y la cosmovisión ancestral vasca, no sólo es claramente manifiesto en lo relativo a la mitología, sino también en algunos otros aspectos culturales que aunque no desarrollaremos en este libro, pueden considerarse herederos de aquella Europa primigenia. Así, además de ser el único pueblo de la Europa Occidental que ha preservado su lengua nativa pre-indoeuropea (el euskera), el pueblo vasco conservó hasta tiempos históricos recientes, vestigios de una estructura social matrifocal y matrilineal, amparada por un derecho consuetudinario propio (Pirenaico) e instituciones comunales como el batzarre o el auzolan que garantizaban una cierta equidad social y de género (o al menos mucho mayor que las del resto de países circundantes). En este sentido, el mayor referente académico en relación al estudio de las culturas preindoeuropeas, la arqueóloga Marija Gimbutas, afirmaba esto respecto al euskera y el papel de la mujer en la sociedad tradicional vasca:
“El euskera es una reliquia preindoeuropea de las antiguas lenguas de Europa occidental. Es la única lengua indígena que ha sobrevivido a las invasiones indoeuropeas y a los influjos culturales de los últimos tres mil años. Los vascos han demostrado una gran capacidad para integrar dichos influjos sin perder su personalidad cultural. Constituyen, de hecho, la gran excepción de las leyes de la historia política y cultural de Europa. No hay duda alguna de que sus tradiciones descienden directamente de los tiempos neolíticos. Muchos aspectos culturales de la Vieja Europa preindoeuropea (la religión de la Diosa, la utilización del calendario lunar, las leyes hereditarias matrilineales y la responsabilidad de la mujer en la agricultura) perduraron hasta principios del siglo XX.
Durante más de un siglo, los estudiosos han discutido ampliamente el alto estatus de la mujer vasca en los códigos legales a través de los tiempos prerromanos, medievales y modernos. El sistema de leyes que regían la sucesión en área geográfica vasco-francesa reflejaba la igualdad total entre los sexos. Hasta antes de la Revolución Francesa, la mujer vasca era verdaderamente "la señora de la casa", guardiana hereditaria y cabeza del linaje.” Marija Gimbutas, “The living Goddess
Este modelo de organización social y familiar matrifocal, cuyo símbolo ultimo podría ser sin duda la propia Mari, fue definido por Andrés Ortiz-Osés con el término “matriarcalismo”, una acepción hoy ampliamente aceptada como alternativa al archiconocido y manido “matriarcado vasco”, pues este último implica, en su significación, una subordinación del hombre sobre la mujer que históricamente nunca existió.
“Se entiende por matriarcalismo vasco la estructura psicosocial centrada o focalizada en el arquetipo matriarcal-femenino (mujer-madre) y su proyección en la Madre naturaleza divinizada (Mari) que impregna, coagula y cohesiona el grupo social tradicional vasco de un modo diferenciante respecto a los pueblos indoeuropeos patriarcales.” Andrés Ortiz-Osés, “El matriarcalismo vasco”.
Y del mismo modo que ocurre en el caso vasco, la definición de “matriarcado” también resulta errónea para definir a la organización social y familiar del resto de culturas pre-indoeuropeas. Ello ha dado pie a diferentes propuestas terminológicas que hoy son usadas indistintamente para referirse a las culturas del Neolítico europeo. Comenzando por la más antigua, tenemos el término “derecho materno” propuesto por J.J. Bachofen hace 150 años, en contraposición al derecho romano del pater familias, para intentar definir el tipo de leyes que imperaban en las culturas europeas que precedieron a la Grecia Clásica. Ya en tiempos más recientes, el antropólogo Ernest Borneman propuso la voz “matrística” (de “matriz”), empleada igualmente por Marija Gimbutas. Y podríamos citar también el término propuesto por la escritora Riane Eisler quién, a través de su libro “El Cáliz y la Espada”, popularizó el neologismo Gylania, del griego (gynaikos: mujer + andros: hombre) en referencia a la equidad y armonía entre los sexos que antaño compartieron las culturas del Neolítico preindoeuropeo.
Decía Bachofen que este tipo de estructura familiar no pertenece a ningún pueblo determinado, sino a un estadio cultural primigenio. En efecto, las nuevas corrientes antropológicas sobre la prehistoria, parecen coincidir en determinar que la organización social de los clanes paleolíticos era matrifocal, en el sentido de que los grupos humanos estaban estructurados a partir de un núcleo central formado por mujeres de varias generaciones y sus proles. La sabiduría sagrada femenina, transmitida generación tras generación entre abuelas, madres, hijas y nietas permitía el trasvase de conocimientos sobre la crianza de las nuevas generaciones, así como de los “misterios” de la concepción y el parto. Junto al grupo femenino, interactuaban y se entrelazaban los hombres, en aras de mantener el bienestar y el equilibrio de la comunidad mediante el apoyo en la crianza, la caza o la protección ante posibles amenazas. Esta familia extensa estructurada desde lo maternal, permitió nuestra consolidación como especie en el tiempo y se mantuvo de forma continuada desde el Paleolítico Superior hasta el Neolítico pre-indoeuropeo.
En
este sentido, son numerosos los autores que comparten la idea de que la clave de la fraternidad y la equidad social que los restos arqueológicos evidencian sobre las culturas neolíticas radica
precisamente en el hecho de que todas ellas, sin excepción, compartían una organización social y familiar estructurada desde lo maternal, desde el principio femenino materno. Así lo resume la
escritora Casilda Rodrigañez:
“La
matrística (también llamada por los clásicos Edad Dorada) fue una sociedad organizada según el principio materno, el principio de la identificación absoluta con el bienestar de otro ser, que es
la característica del deseo materno. Es un tipo de amor que produce el sistema empático humano para garantizar la supervivencia de las criaturas humanas en su frágil estado al nacer; por eso el
cuerpo de la mujer recién parida es una fuente de energía empática. Los grupos humanos se organizaban entonces en torno a este aliento materno. Bachofen llamó muttertum a este grupo humano
formado en el hálito del deseo materno. La complacencia con otro ser induce a su vez en éste, el deseo de complacencia. El muttertum era el ambiente de la recíproca complacencia, el despliegue
social del principio materno. Por eso, los grupos humanos organizados en torno a este principio generaban la fraternidad, el cuidado mutuo.” Casilda
Rodrigañez, "El vacio de la maternidad y la revolución feminista."
La fraternidad de estas culturas matrísticas se amparaba y preservaba gracias a estructuras sociales e instituciones comunales que posibilitaban una relación horizontal e igualitaria entre los miembros de la comunidad y cuyos últimos retazos aún pueden rastrearse en el actual mundo rural europeo. En el caso concreto vasco citaremos las dos más relevantes que han llegado, a duras penas, hasta nuestros días: el batzarre (cuyo origen está en la asamblea comunal o concejo abierto en torno al árbol sagrado) y el auzolan (el trabajo colectivo en favor de la comunidad y en contraposición al trabajo individual asalariado). Por eso, Mari, como símbolo mítico de aquellas sociedades, representa y defiende en las leyendas vascas, valores y preceptos morales que posibilitan la relación de igual a igual entre las personas:
“Mari quiere que sean respetadas las personas, prescribe la asistencia mutua y el cumplimiento de la palabra empeñada. Condena la mentira, el robo, el orgullo y la jactancia. Los delincuentes son castigados con la privación o pérdida de lo que ha sido objeto de la mentira, el robo, etcétera. Es corriente decir que Mari abastece su despensa a cuenta de los que niegan lo que es y de los que afirman lo que no es: ezagaz eta baiagaz, «con la negación y con la afirmación », los seres humanos pierden sus bienes que luego pasan a las arcas de Mari.” J.M de Barandiaran, “Mitología vasca.”
La existencia de una gran cultura preindoeuropea pacífica, comunal y matrifocal, de la que el llamado “mito de Mari” es superviviente, parecía hasta hace tan sólo unas décadas ser fruto de leyendas románticas de un pasado idealizado. Sin embargo, este pasado robado está aflorando en nuestro presente como real y verdadero gracias al trabajo multidisciplinar de numerosos investigadores en campos como la arqueología, la lingüística o la mitología. Sin duda, hoy podemos afirmar, con seguridad y rigor, que efectivamente existió una era pre-patriarcal que demuestra que no es que otro mundo sea posible, sino que ya fue posible durante un periodo cultural infinitamente más amplio que toda la historia oficial que se enseña en nuestras escuelas.
Así, nuestros libros de historia y manuales escolares deberían reflejar que mucho antes de que surgieran las vanagloriadas civilizaciones egipcia, mesopotámica, griega o romana, ya existían en Europa culturas con un alto nivel de desarrollo (navegación a vela, uso extendido del telar, sistemas de irrigación, escritura pictórica, abundante producción artística,…), pero que no necesitaban ni de ejércitos, ni de esclavos para mantener su modo de vida. Aquellos primeros asentamientos agrícolas pre-indoeuropeos, algunos de hasta 20.000 habitantes, estaban ubicados en el centro de grandes valles abiertos, en lugares estratégicamente vulnerables, pero sin embargo carecían de muros defensivos y en los estratos arqueológicos no aparecen rastros de guerras durante periodos de más de dos mil años ininterrumpidos. En su arte colorido y naturalista tampoco aparece ni un solo motivo militar, y aunque conocían la metalurgia no la aplicaban para fabricar armas. Su organización social era matrifocal, sin ser esto indicativo de ningún tipo de dominio del género femenino sobre el masculino. Los restos arqueológicos muestran unas sociedades que, sin querer caer en la utopía, al menos podemos afirmar que, en gran medida, tendían hacia la equidad social.
El ocaso de este viejo mundo comenzó en Europa cuando aparecieron en escena los primeros pueblos militarizados indoeuropeos, quienes a lo largo de una transición de varios milenios consiguieron imponer una nueva forma de concebir el mundo cuya estructura fundamental se prolonga hasta nuestros días a través de los valores hoy imperantes en la llamada Civilización Occidental. Estas culturas, eran sociedades fuertemente jerarquizadas que se expandieron a sangre y fuego por Europa y Oriente Próximo. Su organización social era patriarcal, gobernada por jefes guerreros que adoraban a Dioses celestes masculinos que blandían el hacha o la espada como símbolos divinos con los que imponer por la fuerza sus designios.
A la expansión indoeuropea se le unió la de los pueblos semíticos en Oriente Próximo, que crearon nuevas mitologías y religiones que otorgaban al ser humano el papel de dueño y señor de la naturaleza. Así por ejemplo, en el primer capítulo del Génesis, Dios se dirige a Moisés y le dice: Sed fecundos y multiplicaos, y llenad la tierra y sometedla; mandad en los peces del mar y en las aves del cielo y en todo animal que se mueva sobre la tierra. Esta cosmovisión antropocéntrica y depredadora cristalizó en nuestro continente a través de la imposición de las religiones monoteístas patriarcales, y así, a lo largo de una transición cultural de muchos siglos de duración, la Gran Diosa de la Europa prehistórica fue paulatinamente destronada del imaginario mítico de nuestro continente a través de un concienzudo y laborioso trabajo de siglos de duración, hasta que la memoria de “lo sagrado femenino” se fue eliminando o desdibujando de la cultura popular europea, llegando hasta nuestros días tan sólo pequeños rescoldos o fragmentos de aquella cosmovisión primigenia.
En este sentido, el mito de Mari, la Dama o Señora de la mitología vasca, representa un nexo cultural valiosísimo con aquella Europa primigenia, que puede ayudarnos a redescubrir los fundamentos principales de una espiritualidad indígena que, en contraposición al antropocentrismo de las religiones patriarcales, entiende que: nuestro planeta (Ama Lur) es un ser viviente con consciencia propia (Mari), de la que todos formamos parte y a la que todos podemos “acceder” a través del hilo umbilical (axis mundi) que nos une a su matriz primordial. Esta última afirmación parece haber sido el real objetivo de algunas de las ceremonias paganas que con tanto empeño reprimieron los poderes eclesiásticos hasta tiempos históricos recientes y cuyo secreto aun guardan celosamente, generación tras generación, las sorgiñas vascas, a la espera de los tiempos propicios que permitan volver de nuevo a socializar esta sabiduría ancestral que hunde sus raíces en el principio de los tiempos.
No deja de resultar sorprendente, que la más relevante reminiscencia cultural del culto a la Gran Diosa en Europa Occidental, perviva precisamente en la principal área geográfica dónde se encuentran algunas de las manifestaciones más relevantes de la primera gran cultura simbólica de nuestro continente (arte paleolítico franco-cantábrico). Y aunque a muchos, esto le pueda parecer un hecho meramente anecdótico, uno, que es un romántico para todas estas circunstancias, quiere pensar que este hecho no es casual y que la rueda circular de la historia nos vuelve a colocar en el punto de partida para volver a redescubrir el significado profundo que subyace tras lo que hoy hemos convertido en “mito”.
Mari es el tizón todavía ardiente que mantiene vivo el fuego ceremonial de nuestros antepasados. Y si quedan ascuas, todavía puede volver a prender la llama. Que así sea. Y que la energía ígnea de su matriz, avivada por la acción de Sugaar, se expanda hacia las cuatro direcciones haciendo resurgir de nuevo la cultura de nuestros ancestros.