“En ibérico, vasco, etrusco y minoico, la palabra ‘ate’ significa ‘puerta’, y resulta ser la más emblemática de la escatología infernal. Esta ‘puerta’, valga la redundancia, también puede conducirnos hasta el final del jeroglífico de las creencias neolíticas. Su declinación en euskera ‘atean’ (‘en la puerta’) aparece en todas las tablas mencionadas con distintas grafías: ‘atin’ (ibero), ‘atan’ (etrusco), ‘utan’ (osco), ‘atano’ (minoico). […] La ‘puerta’ es casi un sinónimo de sepultura, aunque, matizando su sentido religioso, es claramente el de ‘paso’ de la vida terrena al más allá subterráneo.” Jorge Alonso y Antonio Arnaiz, “El origen de los vascos y otros pueblos mediterráneos”
Artículo de Guillermo Piquero.
La concepción del Mundo Subterráneo como matriz primordial, de la que todos venimos y a la que todos regresamos, en un ciclo incesante de vida, muerte y renacimiento, hunde sus raíces en el principio de los tiempos. Culturas indígenas de todos los continentes (mayas, bosquimanos, aborígenes australianos,…) comparten de igual modo la creencia de que las cuevas constituyen la entrada principal hacia el inframundo, allí dónde moran las almas de los antepasados, un lugar más allá del espacio y el tiempo en el que se fusionan pasado, presente y futuro.
Como ya indicábamos en la introducción de este libro, nuestros ancestros se comunicaban con este Reino Subterráneo a través de ritos y ceremonias que tenían lugar en determinados lugares sagrados, que eran identificados como “puertas” o “aberturas” que conducían real o simbólicamente hacia el subsuelo (cuevas, simas, etxes, sepulturas, dólmenes, cromleches,…) y que evocaban en sus formas, naturales o arquitectónicas, a la matriz de la Diosa/Mari.
Mircea Eliade, quizá la referencia académica más conocida en los estudios sobre el chamanismo comparado, expone en sus trabajos como existe un rito común a numerosas culturas indígenas de todos los continentes, en el que el/la chamán, para iniciarse en su función, debe realizar un descenso espiritual al inframundo, dónde se verá sometido a distintas pruebas que, de superarlas, le permitirán regresar al Mundo Medio como una persona ya iniciada (re-nacida). Esta consideración de la iniciación como un nuevo nacimiento (extrapolable a otro tipo de iniciaciones como, por ejemplo, los “ritos de paso”), se fundamenta en el hecho de que el neófito ha recorrido el mismo sendero por el que discurren las almas de los difuntos hasta la matriz de la Madre Tierra, dónde acontecerá su muerte ritual (ego), para retornar de nuevo (renacer) al mundo de los vivos como una persona ya iniciada.
Las cuevas permitían (y permiten) que dicho descenso iniciático al inframundo se realizara no solo espiritualmente, sino también físicamente y en unas condiciones de oscuridad y silencio absoluto, que facilitan que se desarrollen los estados acrecentados de consciencia propios del chamanismo (como manifiestan haber experimentado muchos espeleólogos actuales). Este puede ser el contexto en el que se crearon muchas pinturas rupestres que se encuentran en lo más profundo de algunas cavidades, en lugares recónditos y de difícil acceso y a las que solo se puede acceder siguiendo un recorrido en el que hay que optar por diversas bifurcaciones laberínticas.
“Los pasajes y cámaras subterráneas eran las entrañas del inframundo; la entrada en ellas era la entrada, tanto física como psíquica, al mundo inferior. De este modo, se daba una materialidad topográfica a las experiencias espirituales. Para la gente del Paleolítico Superior, la entrada a una cueva era la entrada a parte del mundo de los espíritus.” David Lewis-Williams, “La mente en la caverna”.
Han tenido que pasar más de 150 años de investigaciones sobre las culturas del Paleolítico Superior, para que finalmente se empiece a admitir de manera generalizada que algunas cuevas, además de refugio y hogar, constituían templos sagrados en los que nuestros más remotos ancestros desarrollaron ritos y ceremonias de carácter chamánico, es decir, cuyo propósito era acceder de forma empírica a la dimensión espiritual de la naturaleza. Pero no nos equivoquemos creyendo que el chamán era el único intermediario con “el mundo de los espíritus”, pues la etnología comparada nos permite afirmar que cuanto más arcaica o ancestral es una cultura, la capacidad de acceder al trance extático o desarrollar estados acrecentados de consciencia, son virtudes compartidas por un gran número de miembros de la comunidad (sino por todos).
Chamanismo
femenino
Y puesto que todos estos ritos y ceremonias que tenían lugar en el subsuelo, estaban imbuidos, simbólica y espiritualmente, de evidentes connotaciones uterinas, parece lógico pensar, que las mujeres pudieran haber desempeñado en ellas un papel protagonista. Frente a la visión patriarcal de la arqueología, que hasta hace unos pocos años, nos presentaba al grupo masculino celebrando ceremonias de caza en el interior de las cuevas y pintando animales en sus paredes, los más recientes estudios arqueológicos están revelando una visión de la prehistoria muy diferente. Una muestra de ello es el estudio que realizó el arqueólogo de la Universidad de Pensilvania (EE:UU:) Dean Snow sobre las famosas pinturas de impresiones de manos en cuevas paleolíticas de España y Francia, que determinó que, en un muestreo de 32 de dichas representaciones, el 75% de ellas eran manos femeninas. Hay que recordar que la interpretación más compartida entre los investigadores actuales sobre dichas representaciones es que pudieran formar parte, precisamente, de ceremonias iniciáticas que se llevaban a cabo en las cuevas.
Para numerosas culturas indígenas actuales, y es de suponer también que para las del Paleolítico Superior, el cuerpo femenino es un microcosmos, una representación a pequeña escala del propio cuerpo de nuestro planeta. Según esta visión, el útero de cada mujer está conectado a su vez con la matriz primordial de la que procede el espíritu de todo ser vivo. Y así, en virtud de todo ello y puesto que muchos ritos chamánicas se fundamentan en establecer comunicación con el Mundo Subterráneo, con el inframundo uterino de la Diosa/Mari, las mujeres parecen estar en “ventaja” respecto a los hombres para desempeñar determinados roles espirituales:
“Uno de los intereses más concretos de los chamanes indígenas que en la antigüedad vivieron en México es lo que denominaban la liberación de la matriz […] A los chamanes les interesaba el despertar de la matriz porque, aparte de su función primaria reproductora, sabían de una función secundaria; una capacidad para procesar conocimientos directos sensoriales e interpretarlos directamente sin el auxilio de los procesos de interpretación que todos conocemos. […] La matriz y los ovarios se convierten así en elementos de percepción, en virtud de los cuales, las mujeres ven directamente la energía con más facilidad que los hombres.” Carlos Castaneda, “Pases mágicos”
Tras
estas palabras, cobra pleno sentido, un proverbio de la cultura indígena siberiana chukchi, que dice: “la mujer
es por naturaleza un chamán.” Es decir, que por el hecho de ser mujer, está determinada biológicamente (útero) para la práctica del chamanismo.
El origen de este proverbio es importante desde el punto de vista de las investigaciones etnográficas, ya que el chamanismo siberiano actual (o el que se desarrolló al menos hasta tiempos
históricos recientes), es considerado una práctica espiritual cuyas raíces culturales primigenias podrían remontarse, según los estudiosos de la materia, hasta el Paleolítico Superior.
Así, el término “shaman” fue tomado precisamente de una lengua indígena siberiana, la evenk, dónde se pronuncia Scharman. Su etimología procede del verbo scha que significa “saber”. Es decir que un chamán para los evenk es un “sabio”; o quizás sería más apropiado decir “sabia”, pues la mitología evenk cuenta que el primer chamán fue una mujer que poseía extraordinarios poderes. Del mismo modo, todavía hoy en día, el chamanismo femenino es aún muy relevante en otras muchas culturas siberianas como los yakutos, ostiakos, buriatos,...
Una circunstancia que para muchos investigadores constituye una prueba de que el chamanismo siberiano es una tradición espiritual cuyo origen surge en el grupo femenino, radica en el hecho de que mientras los términos usados para denominar al “chamán masculino” en dichas lenguas son múltiples y muy variados, no ocurre lo mismo respecto a los términos que se emplean para designar a la “mujer chamán”, que son muy similares entre todas ellas. Así por ejemplo tenemos los términos udaɣan (en yakuto), udagan (en buriato), udugan (en Evenki y lamut), odogan (en nedigal),… lo que evidencia que todos ellos proceden de una raíz lingüística común muy antigua.
Aunque no está claro el origen de dicha raíz, algunos investigadores apuntan al tártaro udege, que significa al mismo tiempo “chamana” y “ama de casa”. Esto es un indicador que les permite a algunos investigadores afirmar que el chamanismo como práctica espiritual se inició originariamente en el seno familiar, en el clan paleolítico, cuya estructura social sería por tanto matrifocal, de ahí que la chamana fuera al mismo tiempo la “matriarca” o persona de mayor autoridad del clan.
Esta interrelación entre las funciones de chamana y matriarca, es claramente manifiesta en el hogar tradicional vasco, dónde la etxekoandre (Señora de la Casa), como máxima autoridad familiar, es la que oficia los ritos que se llevan a cabo en el etxe (sobre todo para comunicarse con el mundo subterráneo, dónde según la creencia ancestral vasca moran las almas de los antepasados). Y es que como dice Andrés Ortiz-Osés “la casa vasca es el microcosmos del macrocosmos vasco”, en la que la etxekoandre actúa como alma mater de la misma, reproduciendo a nivel familiar los atributos míticos de Mari en su caverna sagrada.
“Hay en la mitología vasca una estricta correlación entre la Madre Tierra, que es el cuerpo materno del universo natural, y la casa vasca, la cual es el cuerpo materno del universo familiar. A su vez, hay otra correlación fundamental entre la diosa Mari, que es la personificación de la Tierra y su Alma Madre, y la Señora de la casa, la cual es la personificación de la casa y su alma madre: la etxekoandre. Por eso es la sacerdotisa del culto doméstico.” Andrés Ortiz-Osés, “Los mitos vascos. Aproximación hermenéutica.”
Hay que aclarar también, que no estamos hablando de una estructura de poder femenino, sino de un sistema de organización comunitario que propicia todo lo contrario: una tendencia hacia la equidad entre los géneros, a pesar de que cada uno de ellos suela realizar labores bien diferenciadas. Por otro lado, dicha cultura matrifocal o matrística, solo obtiene su razón de ser en la familia como grupo social amplio y comunitario, en las familias extensas que durante miles de años precedieron a los reducidos núcleos familiares actuales. Estamos hablando, en definitiva, de la organización social y familiar que permitió nuestra consolidación como especie en el tiempo y que evolucionó posteriormente hacia las culturas matrísticas del neolítico preindoeuropeo. En este sentido, la arqueóloga Marija Gimbutas afirmaba que en la cultura de la Vieja Europa la identidad era grupal, y que posiblemente los hijos “no eran propiedades de madres individuales”. Ella hablaba de un “clan matrístico de principios colectivistas”, sugiriendo que los hijos lo eran de todo el clan.
“La Vieja Europa y Anatolia, así como la Creta minoica, eran una "gylanía". Este sistema social equilibrado, ni patriarcal ni matriarcal, queda reflejado en la religión, mitología y folklore que se derivan de los estudios de la estructura social correspondiente a las culturas minoicas y de la Vieja Europa, y se corrobora por la continuidad de los elementos en un sistema matrilineal, como el de la Grecia Antigua, Etruria, País Vasco y otros países de Europa.” Marija Gimbutas, “El lenguaje de la Diosa.”
Todos estos datos engarzan a su vez y dotan de un sentido de continuidad histórico a la tradición espiritual de las llamadas “brujas” europeas, mujeres que aún preservaban, transmitan y empleaban los conocimientos de la ancestral cosmovisión indígena europea. Y aunque parafraseando al cristianismo romano, en su persecución “pagaron muchos justos por pecadores”, muchas de las brujas eran verdaderas practicantes y en algunos casos oficiantes, de una antigua religión naturalista que interactuaba empíricamente con la dimensión espiritual de la naturaleza y utilizaba ese conocimiento ancestral en beneficio de la comunidad, como cualquier otra cultura chamánica del mundo.
“Las Brujas fueron las chamanas europeas pre-cristianas. Mujeres que, desde el Paleolítico Superior hasta la época de la Inquisición, desarrollaron cosmovisiones y prácticas espirituales, sanadoras, visionarias, rituales y de género que inspiraron y guiaron sus vidas y las de las comunidades donde vivieron. Fueron mujeres sabias, es decir, mujeres que tenían conocimientos, poder y respeto, similar al que obtienen las chamanas indígenas en sus sociedades originarias.” Analia Bernardo, “Diosas y chamanas: Orígenes de las brujas”
En este sentido, podríamos considerar a la tradición espiritual femenina vasca (popularmente denominada sorginkeria o beraginkeria), como un pequeño rescoldo cultural, que sobrevivió hasta tiempos históricos recientes, de una ancestral religión animista que hundía sus raíces hasta tiempos paleolíticos. Y aunque hasta tiempos históricos recientes existieron grupos de personas iniciadas (Sorgin, azti,…) que realizaban distintos tipos de trabajos espirituales y oficiaban ceremonias colectivas estacionales, estamos hablando también de una religión naturalista conocida y practicada en los hogares y núcleos familiares vascos, que no necesitaban de ayuda exterior para llevar a cabo sus ritos sagrados. Dichos ritos se han convertido en las últimas generaciones en meros actos litúrgicos, pero es de suponer que, en su origen, fueran prácticas chamánicas en su sentido pleno, es decir, en las que la “comunicación” con los espíritus se producía de manera real y empírica, como ocurre en todas las culturas animistas que aún mantienen viva su conexión con la dimensión espiritual de la naturaleza. Y este es un punto clave que es indispensable admitir, si lo que se pretende es conocer y comprender el llamado “animismo vasco".
“Los Chamanes han sido llamados “los que ven” o “la gente que sabe”, en el lenguaje de las culturas indígenas, porque están involucrados en un sistema de conocimientos basados en experiencias de primera mano. El chamanismo no es un sistema de creencias, […] los chamanes no creen en espíritus, los chamanes hablan, interactúan con ellos. […] Esto es muy importante, porque el chamanismo no es un sistema de fe. […] los chamanes hablan con plantas y animales, con toda la naturaleza. Esto no es sólo una metáfora. Esto lo hacen en un estado acrecentado de consciencia.” Michael Harner, “La senda del chamán”
La etxekoandre y el culto a los antepasados
Respecto a los ritos oficiados por la etxekoandre, estos estaban orientados principalmente en mantener la comunicación y la comunión entre los vivos y los difuntos del clan, los cuales, hasta la irrupción del catolicismo en tierras vascas, recibían sepultura junto a la casa familiar. Esta consideración del etxe como cementerio, además de hogar, lo dotaba de un cierto status de emplazamiento sagrado, al que las leyes vascas reconocían derecho de asilo e inviolabilidad, como ocurría con los templos en la antigüedad.
“Según la concepción tradicional que aún perdura en el pueblo, el vasco se halla ligado a un etxe (casa). Muchas veces el apellido mismo es nombre de su casa de origen. El etxe es tierra y albergue, templo y cementerio, soporte material, símbolo y centro común de los miembros vivos y difuntos de una familia. Es también la comunidad formada por sus actuales moradores y por sus antepasados. Tales son los atributos de la casa tradicional vasca que ahora, con los nuevos modos de vida, van desfigurándose o desapareciendo.” Jose Miguel de Barandiaran, “Mitología vasca.”
La etxekoandre actuaba como sacerdotisa del culto a los antepasados de su respectivo linaje, oficiando ritos con un claro substrato animista o chamánico, y que por fuerza tenían como objetivo comunicarse con el Mundo Subterráneo. En este sentido, José Miguel De Barandiaran, nos expone la creencia ampliamente compartida de que el etxe vasco está en conexión con el inframundo, a través de galerías subterráneas que desembocan en el fuego del hogar y que permiten a las almas de los difuntos visitar por las noches a sus parientes “del otro lado.”
"Los personajes a quienes se tributa el culto doméstico son las almas de antepasados. Estas son concebidas como luces y como ráfagas o golpes (indar) de viento. Pero en algunos sitios, principalmente en Vizcaya, se las considera como sombras. A esta última concepción responde su nombre gerixeti, usado en aquella región. Erio, que es el personaje que representa la muerte, las separa de los cuerpos. Desde aquel momento su mansión ordinaria son las regiones subterráneas, según lo sugieren los relatos populares más viejos.
Regresan, sin embargo, frecuentemente a la superficie durante la noche, sobre todo a su Etxe, a ayudar a sus familiares vivos, a consumir las ofrendas, a divertirse en sus hogares respectivos y a poner en regla cuentas que, al morir, dejaron pendientes. A estas almas de antepasados que, según se supone, visitan su antiguo hogar, las llaman autzek en Ziortza. También llaman así a los genios «familiares».
Los caminos de las almas, si nos atenemos a algunas leyendas, son ciertas galerías misteriosas que ponen en comunicación cada hogar con el mundo subterráneo. Ciertas simas y cavernas del país son tenidas como conductos por donde circulan las almas. Se refieren leyendas, según las cuales, tales conductos desembocan en hogares o cocinas, sobre todo en los de las casas más antiguas que se hallan en comunicación con antros y cuevas frecuentadas por almas y espíritus.” J.M. de Barandiaran. “Mitología vasca.
Este precioso testimonio en torno a la conexión del fuego del hogar con el inframundo vasco, es sin duda una reminiscencia de la espiritualidad prehistórica que sobrevivió, sin aparentes fisuras, de la hoguera de la cueva a la cocina del etxe. Por tanto, parece una hipótesis bastante plausible el que efectivamente, como afirman algunos autores, el etxe represente un continuum cultural y simbólico respecto a la caverna paleolítica, en cuanto a su concepción como templo o santuario que alberga las sucesivas generaciones de un mismo linaje…materno. A este respecto, el escritor Louis Charpentier afirma:
“Contrariamente a lo que definen todas las leyes sobre la propiedad, la casa no es propiedad de un hombre, de una pareja o de una familia más que aparentemente. Lo contrario sería más correcto: los habitantes de una casa son los que, en cierto modo, forman parte de la propiedad de la casa. […] La casa es la sucesora normal de la caverna; es la caverna reconstituida sobre el suelo y ésta, tanto si las personas habitan en ella o no, es el dominio de Mari. Quizá vaya muy lejos al emitir la hipótesis de que, como resto de tiempos muy antiguos, la etxekoandre remplaza y es, en cierto modo, la proyección de Mari en sus cavernas inviolables. La etxekoandre es la representante de Mari, regente de un poder religiosamente transmitido. A ella le corresponde determinar lo que puede o no puede hacerse en el dominio de Mari. Los eruditos, ocupados con este problema con una mentalidad de inspiración cristiana, que reserva los papeles tanto sociales como religiosos únicamente a los hombres, no podían comprender, ni a menudo admitir, esta autoridad femenina, de la cual no han solido ver ni el alcance ni sus límites. No comprendieron que la etxekoandre era la representante de un bien más espiritual que temporal. Era la guardiana de un templo. A ella le correspondía hacer respetar este lugar y su perennidad, como un centro religioso que integraba, a la vez, tanto a muertos como a vivos.” Louis Charpentier,”El misterio vasco.”
Esta afirmación de Louis Charpentier, de que el etxe constituía un templo que reproducía las atribuciones espirituales y simbólicas de la caverna como espacio sagrado, puede constatarse al analizar uno de los lugares ceremoniales por antonomasia de la cultura tradicional vasca: la cueva de Zugarramurdi. Esta legendaria caverna conocida también bajo el nombre de “Sorginen Leizea” (Cueva de las sorginas), está atravesada en su interior por el “infernuko erreka” (Arroyo del infierno). El nombre de este pequeño riachuelo nos indica como dicha cueva era concebida como entrada al Mundo Subterráneo, como una “puerta” hacia la matriz de la Mari. Por otro lado, la tradición oral de Zugarramurdi ha conservado una pequeña invocación que formaba parte de los ritos que tenían lugar en la cueva y que, como podemos comprobar a continuación, no tiene nada que ver con los supuestos tenebrosos sortilegios que la inquisición atribuía a estas mujeres vascas:
Oh izpiritua,
Zuk biziaren sekretuak dakizuna, erakuts nazazu egiaren bideak.
Utz nazazu nire aintzindakoen su inguruan dantzatzen.
Erakuts nazazu haizea bezain aske izaten
zapalatza bezain indartsu
eta natura bezain jakintsu
------
Oh Espíritu,
Tu que conoces los secretos de la vida, muéstrame los senderos de la verdad.
Permíteme danzar junto al fuego de mis antepasados,
Enséñame a ser libre como el aire,
poderosa como el águila
y sabia como la naturaleza.
Podemos observar como en la tercera línea de la invocación de las sorginas, se hace referencia al “fuego de los antepasados”, constituyendo otro evidente paralelismo simbólico con el fuego del hogar del etxe, por dónde las almas de los antepasados ascendían por las noches desde el mundo subterráneo. Por tanto, dos conclusiones podemos sacar de esto: la primera es que para los antiguos vascos, tanto la etxe como la cueva estaban conectadas con el Mundo Subterráneo. Y la segunda, que el vehículo de comunicación con este particular inframundo vasco parece haber sido el fuego.
“En muchos sitios puede decirse que el fuego de la casa es ininterrumpido. En lugar de apagarlo lo cubren de noche con cenizas, y por la mañana basta avivar la brasa para tener pronto un buen fuego. Considerando esta costumbre antiguamente universal en el País Vasco, se comprende el decir, que el fuego se viste de noche y se desnuda de día (Arratsean besti eta goizean billusten). Por el año 1924 solíamos visitar el caserío Empaundi y la abuela nos decía, cuando la veíamos apilar el fuego por la noche, que los difuntos de la casa lo necesitaban de noche como los vivos.” Anastasio Arrinda Albisu, “Los vascos: de la magia al animismo.”
En el mismo sentido sagrado, Barandiaran identifica el fuego del hogar con Mari: “el etxe es lugar sagrado protegido por el fuego del hogar (símbolo de Mari) que tiene virtudes sobrenaturales”; a lo que podríamos añadir como información complementaria que su consorte o amante, Sugaar (Sug/gar, “serpiente/llamas”) es un dragón o culebro de fuego. Esta Hierogamia ígnea que suele pasarse por alto en los estudios sobre mitología vasca, parece representar la unión entre el fuego del cielo (sol, relámpagos) y el del Mundo Subterráneo (magma), con el fuego del hogar del etxe como nexo.
El fuego ceremonial del hogar (Jo/gar), como antaño así era considerado el que ardía en las etxes vascas, tiene propiedades sagradas y místicas para sus moradores (y del mismo modo en todas las culturas arcaicas del planeta). Solo ahora, tras decenas de miles de años en las que sucesivas generaciones han avivado o encendido el fuego cada mañana, hemos roto la cadena generacional que nos unía a este acto sagrado, integrado en la cotidianidad de las comunidades humanas desde el principio de los tiempos. Hoy en la mayor parte de los hogares ya no hay fuego, algo impensable para nuestros ancestros, pues además de luz, calor y cocina, constituía un elemento indispensable para llevar a cabo los ritos sagrados vinculados al culto a los difuntos del etxe:
“Antes de la introducción del cristianismo, la casa misma debió de servir de sepultura familiar. Y en ella se hacían las ofrendas a los muertos. De esto quedan vestigios como la costumbre de encender luces y de depositar ofrendas para los difuntos de la casa en las ventanas de la misma, es decir, sobre el baratz (huerto contiguo a la casa en el que estaba el cementerio familiar), en la creencia de que aquellas luces velan por los difuntos alumbrándoles realmente en su vida subterránea (…) procurando conservar el fuego del hogar siempre encendido conforme a una ritual prescripción o norma de alumbrar a los muertos siquiera sea con una pajuela.” J.M. de Barandiaran. “Mitología vasca.”
Para nuestros antepasados, debió de representar una transición muy dolorosa el hecho de verse obligados a enterrar a sus difuntos en un lugar alejado de la casa en que nacieron. Primero fueron obligados a hacerlo en el interior de las iglesias, en las sepulturas colectivas (jarleku) habilitadas para cada etxe, y posteriormente en los cementerios. Sin embargo, las familias conservaron ciertos ritos animistas que antaño celebraban en la intimidad de su hogar y que por fuerza mayor ahora celebraban, aunque de forma atenuada, en “camposanto”. Uno de estos ritos animistas a través del cual se comunicaban con los antepasados debió de ser el que realizaban a través de las argizaiolas (“cera/vela + tabla”) o argiolas (“luz/tabla”), una tabla de madera, generalmente de forma antropomorfa, en la que se enrolla un largo cordón de cera (ezkobildu) a modo de vela. El último tramo de dicho cordón se coloca en vertical sobre la tabla, dando la sensación de representar el cordón umbilical de la figura antropomorfa de madera. La encargada de oficiar el rito es la etxekoandre, quien enciende la argizaiola y la deposita sobre el jarleku
Aunque hoy en día haya quedado reducido a un mero acto litúrgico, la ceremonia que se lleva a cabo durante la eucaristía del día de los difuntos en la Iglesia de Amezketa (Gipuzkoa), constituye sin duda, una reminiscencia de los antiguos ritos animistas vascos. Así, haciendo un esfuerzo de empatía sobre en qué pudo consistir el rito original, podríamos aventurarnos a decir esto: la sacerdotisa/chamana (etxekoandre) oficia la ceremonia sobre la entrada al inframundo (sepultura) para ponerse en comunicación con los espíritus de los ancestros del clan, para ello se vale de una estatuilla antropomorfa (tabla de madera) y el fuego como “hilo conductor” (cordón de cera encendido). Es también reseñable la forma antropomorfa de la tabla, lo que en cierto modo las vincula simbólicamente con las estatuillas femeninas antropomorfas halladas en tumbas del Paleolítico y el Neolítico preindoeuropeo.
No
parece una hipótesis demasiado descabellada el establecer un cierto paralelismo simbólico entre la imagen de la etxekoandre con su argizaiola al pie de
la sepultura (jarleku) y la de Mari hilando en la entrada de su caverna. No solo porque ambos lugares representan entradas hacia el inframundo uterino
vasco, sino también porque, de manera similar, ambas hacen girar en sus manos tanto el palo del huso que permite ovillar el hilo, como la argizaiola a medida que se va consumiendo el cordón de
cera. Este “girar”, que sigue direcciones opuestas en cada uno de los dos casos (ovillar/desovillar), nos recuerda igualmente a las dos direcciones posibles que pueden tomar los brazos del
lauburu, como expresión simbólica de la energía dual (indar/adur) que según el telurismo mítico vasco, envuelve e impregna todas las cosas.
Así, el cordón de cera (ezkobildu), que se “desovilla” por la acción del fuego a medida que avanza el rito, parece actuar como un particular hilo de Ariadna vasco que permite a la etxekoandre adentrarse en espíritu, y sin extravío, en los intrincados senderos subterráneos (laberinto) que alberga el vientre de Amalur. Por ello, no parece fruto de la casualidad, el que el cordón de cera se eleve en vertical precisamente sobre el punto exacto que correspondería al ombligo de la figura antropomorfa de madera (antepasado), como un particular axis mundi que vincula “umbilicalmente” a la etxekoandre con los de su linaje. De este nexo umbilical entre el mundo de los vivos y el de los difuntos, representado a través de la imagen arquetípica del hilo, deriva precisamente el significado de la palabra “linaje”, cuyo origen etimológico está en el término “línea”, que significa “hilo” en latín (linum). Y lo mismo ocurre en el euskera, donde el término “aria” (de hari; hilo) significa casta, raza…o linaje.
Mairu: el antepasado mítico vasco
Una estrategia represora fundamental que la Iglesia llevo a cabo para destruir o “absorver” los ancestrales ritos animistas pre-cristianos de culto a los antepasados, fue, como ya hemos dicho antes, obligar a dar sepultura a los difuntos fuera de su hogar. De este modo, se atacaba la piedra angular espiritual que permitía considerar al etxe tradicional vasco como templo-santuario y se rompía el “nexo umbilical” entre los habitantes del etxe y las generaciones familiares que les precedieron. Sin embargo, existió una excepción a dicha regla hasta tiempos históricos recientes: los niños que morían antes de recibir el bautismo, es decir, no cristianizados. A esos niños se les denominaba en euskera mairus y se les enterraba bajo el cobijo del alero de su etxe.
El término mairu, parece representar el substrato lingüístico más antiguo del que derivan otros términos como moro/a, moru o mouro/a que aparecen reflejados tanto en leyendas como en cientos de topónimos peninsulares vinculados a dólmenes, menhires, cuevas y restos arqueológicos prehistóricos. Así por ejemplo, podríamos citar el Castro de la Peña del Moro en Cataluña, de la Edad del Hierro; el Dolmen de la cueva de la Mora en Huelva, de época calcólítica o el Dolmen de Pedra Moura, en Galicia, también del Calcolítico. Vemos pues, como el término y la significación de “moro” parece ser muy anterior a su posterior uso como apelativo (usualmente peyorativo) para describir a los habitantes del Magreb, hecho que deberían tener en cuenta algunos investigadores para no confundir el sentido o las conclusiones de sus investigaciones.
Una prueba histórica de que el término “moro” peninsular también tuvo antaño una significación análoga a la del “mairu” vasco, lo encontramos en una información recogida en “Costumbres de matrimonio, nacimiento y muerte en Asturias”, una encuesta sobre tradiciones realizada por el Ateneo de Madrid en 1901. En ella se cuenta como en la aldea asturiana de Lleitariegus, cuando se bautizaba un niño se establecía el siguiente dialogo entre la madre y la madrina:
- “Güei fixiste una obra de caridá” (¿Es que hiciste una obra de caridad?)
-“¿Purque comadri?, (¿Porque comadre?)
-“Purque fixiste d´un moru un cristianu”, (Porque hiciste de un moro un cristiano).
Sobre
esta costumbre, el escritor y etnógrafo Alberto Álvarez Peña nos explica:
“Vemos, pues, que la palabra “moru” se refiere al no bautizado, al pagano, que en otro tiempo era llamado xentil o gentil. Así la actual Cueva Los Moros en Salas, próxima a Regueira Cavada, dónde se localizan restos de minería aurífera romana, era conocida antiguamente como Cueva de los Xintiles. (…) Los moros serán, pues, los constructores de dólmenes, túmulos, castros, minas romanas y por extensión todo aquel tipo de ruina cuyo origen se pierda en la memoria de los tiempos”. Alberto Álvarez Peña, “Mitología Asturiana”
Efectivamente, del mismo modo que ocurre en la mitología asturiana (pero también en otras lugares geográficos como Cataluña), el mito del mairu/moro se entremezcla en la mitología vasca con el de los jentiles, una denominación que parece tener su origen en el término “gentil” de la tradición judeo-cristiana, dónde es usado para describir al no evangelizado o pagano. Así, como afirma simbólicamente la tradición oral vasca, fue el sonido de las campanas de las ermitas e iglesias lo que expulsó a los jentiles de la tierra que hasta entonces habitaban.
Los lugares que la toponimia marca como frecuentados por los mairus/jentiles suelen corresponderse con lugares escarpados o montañosos, sugiriendo la idea de que vivían apartados de la vida social de las valles, lo que sin duda ayudó a forjar su imagen de seres asilvestrados que vivían integrados en la naturaleza (Basajaun, Basandere). Los relatos que Barandiaran recopiló de tradición oral vasca los describen como una “raza” humana anterior a la nuestra, como los antepasados míticos primigenios. Así lo deja entrever el etnólogo guipuzcoano cuando afirma que Mairu “según algunos, es un tipo humano muy antiguo que vivió en nuestro país” y también que representa a una “casta de gente que se supone vivió antiguamente en las montañas.” Por su parte, Jakue Pascual y Alberto Peñalva, lo definen así en su libro "El juguete de Mari":
“Por tanto, mairu no es el vilipendiado "moro" del catolicismo, sino el humano de otro tiempo que habita entre nosotros, el antepasado, el gentil, el no bautizado. Su nombre es el de salvaje, el de “no civilizado” por el imperio (Mairukeri).” J. Pascual y A. Peñalva, “El juguete de Mari.”
Como ocurre con los “moros” de otras latitudes peninsulares, a los mairus/jentiles se les atribuyen en las leyendas vascas la construcción de los monumentos megalíticos, así como el ser los primeros conocedores de las artes, los oficios y la agricultura. A este respecto, son reseñables las diversas leyendas vascas en las que un héroe civilizador a la manera indoeuropea (San Martiniko) le roba con mentiras y artimañas sus secretos tecnológicos (la primera sierra, la forja del hierro, la rueda de molino, las épocas de siembra,….) al Basajaun (Señor salvaje o del bosque), como representante simbólico este último de la cultura aborigen pagana vasca. Y he aquí pues una gran paradoja, pues en los mitos vascos son los supuestamente salvajes e incivilizados jentiles, los que poseen los secretos técnicos propios de lo que hoy denominamos “civilización.”
Quizás ha llegado el momento de plantearse si estas leyendas sobre la sabiduría de los jentiles puedan tener cierta parte de verdad, pues al menos, en algunos aspectos científicos y técnicos concretos hoy podemos decir con rotundidad que efectivamente sabían bastante más que nosotros. En este sentido, hoy sabemos gracias a la geobiología, la ciencia que estudia las corrientes telúricas presentes en la corteza terrestre, que quienes construyeron los monumentos megalíticos que salpican la geografía del llamado Arco Atlántico europeo, poseían un extraordinario conocimiento de las líneas de energía terrestres que nosotros apenas comenzamos a vislumbrar a través de la tecnología. De este modo, se ha podido comprobar y demostrar, que los dólmenes y menhires realizan una especie de acupuntura en la corteza terrestre, pues reordenan y reequilibran las líneas de energía telúricas en beneficio de un espacio geográfico determinado. Y repito, ahí están los estudios geobiológicos para quién necesite confirmar dicha información. Del mismo modo, dichas construcciones también denotan el gran conocimiento astronómico de nuestros antepasados, ya que con frecuencia vinculaban los megalitos a determinados alineamientos y eventos celestes.
En conclusión podríamos decir que los Mairu/jentiles representan el linaje mítico primigenio de los vascos cuyo origen se remonta, como mínimo, a la cultura megalítica pre-indoeuropea. Estos antepasados poseían una amplia sabiduría que, según las leyendas, fue usurpada por el cristianismo (San Martiniko) en su beneficio. Por otra parte, también podemos afirmar que su identificación arquetípica con el paganismo vasco y, por tanto, con su espiritualidad naturalista, queda atestiguada por su función de constructores de espacios ceremoniales ancestrales (dólmenes, menhires y cromleches). Por tanto, los mairus eran paganos que, obviamente, profesaban la religión de Mari, por lo que no es de extrañar, como afirman algunos investigadores, que el origen de los términos mari y mairu esté vinculado lingüísticamente a una misma raíz común.
Mairu, Mairi, Moura, Mora: la hilandera megalítica
Aunque las construcciones más conocidas atribuidas a los mairus son los particulares crómleches pirenaicos (harrespil o mairubaratz) de cuyo hipotético significado y función ceremonial se han escrito ríos de tinta (Oteiza, Urbeltz, Pascual y Peñalba, Altuna,…), nos centraremos en esta ocasión en analizar la vinculación mítica de los Mairu con otra construcción megalítica: el dolmen. Denominado en euskera trikuharri, treguharri o simplemente Mairuharri (“Piedra de Mairu”), su simbolismo arquitectónico engarza con el de la cueva, el etxe o la sepultura en cuanto a que también constituyen, como veremos más adelante, una “entrada” o “puerta” hacia el inframundo uterino vasco.
Nuestro punto de partida lo constituye un relato que además de en tierras vascas, se repite en muchos otros espacios sagrados de la geografía ibérica. Dicha leyenda, con un marcado trasfondo femenino, tiene como protagonista a una Mairi, Mora o Moura (el nombre de este personaje mítico varía dependiendo de cada territorio concreto) que construyó un dolmen llevando las pesadas piedras sobre su cabeza, al mismo tiempo que mantenía sus manos ocupadas en hilar. Así, José Miguel de Barandiaran recopiló a mediados del pasado siglo en Baja-navarra (País Vasco francés) esta leyenda que tiene como protagonista a una Mairi (término análogo al de Mairu en el Norte de los Pirineos)
"En Baja Navarra es designado así un genio dotado de fuerzas colosales. Según algunos, es un tipo humano muy antiguo que vivió en nuestro país. (…) Las grandes cubiertas de piedra, tanto del Dolmen de Mairietxe “casa de Mairi” (Mendibe) como del Dolmen de Armiaga (en Behorlegi) fueron transportadas por una Mairi. (…) Se dice que la Mairi las llevó sobre su cabeza mientras traía sus manos ocupadas en hilar. He aquí lo que me refirió en 1952 el vecino J. Etxemendi, de la casa Gaxteenia, estando ambos junto al dolmen de Mendibe me dijo:
"Mairen-etxia. Los antiguos decían que era la iglesia de los Mairi. La piedra de la cubierta fue traída en su cabeza por una mujer mientras hilaba. Había que traerla de Armiaga o del lado de Urtxuri; puesto que tales piedras no existían en otros lugares de este entorno".
Los temas de esta leyenda se hallan extendidos en gran parte del País Vasco (alguno también fuera de él). Así, una de las Amilamia que vivían en Gezao (cueva de Entzia) llevó sobre su cabeza las grandes piedras del dolmen de Arrizala, situado cerca de Salvatierra (Álava) e hilaba con rueca y huso mientras andaba.” José Miguel de Barandiaran, “Diccionario de mitología vasca”
Como indica Barandiaran, la leyenda de la Mairi hilandera constructora de dólmenes debió de antaño estar ampliamente extendida en el territorio vasco y fuera de él, pues sólo así se entiende que dicho relato mítico sea un calco de decenas de historias similares asociadas a dólmenes ya no vascos, sino de distintas regiones de la Península Ibérica, lo que parece ser un claro indicador de lo popular que debió de ser este relato en la antigüedad ibérica. Así, tras un pequeño rastreo y entre numerosos ejemplos, hemos seleccionado estos:
Comenzando por Asturias, dónde se atribuye a una mora filandera (hilandera) la construcción del dólmen de Enterríos, conocido también como la “Llastra da Filadora” (Losa de la hiladora). El mismo origen se atribuye también al dolmen de Pradias del que se dice que “las piedras cobertoras fueron transportadas sobre su cabeza, mientras no dejaba de filar (hilar)”. En el pueblo leonés de Rosales, en concreto en el monte llamado Alto la Salsa, está La Peña la Mora, de la que se cuenta que “fue subida por una mora desde el curso fluvial más cercano, situado a más de un kilómetro, hasta su emplazamiento y todo ello con la roca sobre su cabeza mientras hilaba”. En Galicia el Dolmen Pedra moura en Aldemunde, dicen que fue construido “por una moura llevando en su cabeza las piedras al mismo tiempo que hilaba y daba de mamar a una criatura”. En Extremadura, en la comarca de Las Urdes, se encuentra el Dolmen del Cravilejo, dónde el investigador Félix Barroso documentó el testimonio de un vecino según el cual “el dolmen lo trajo una mora en la cabeza porque como venía hilando con el huso y la rueca no podía traer las piedras en las manos”. En el Pirineo de Huesca, se encuentra el conocido como el Dolmen de la Losa Mora, de 4.000 años de antigüedad, del que la tradición dice que “fue construido por una mora que transportó las piedras sobre su cabeza a la par que hilaba con su rueca.” Y en Senterada, Lleida, encontramos el dolmen de La casa Encantada, construido según la tradición popular por una giganta que acarreó las cuatro losas del dolmen colocando una sobre su cabeza, otras dos entre las axilas y otra en el interior de su delantal mientras hilaba al mismo tiempo con su rueca.
Todos estos relatos nos hacen pensar que aunque en el imaginario colectivo vasco, al menos durante tiempos históricos recientes, parece haberse asociado el término mairu al género masculino, esta asociación parece más bien una proyección del imaginario mítico patriarcal, según el que cual sólo una fuerza “hercúlea” masculina sería capaz de levantar estructuras megalíticas de toneladas de peso. En este sentido, el que el mito del mairu vasco pueda haber hecho originariamente referencia a un ser de género femenino y vinculado al mismo rol mitológico que desempeñan las “moras hilanderas” en otras regiones peninsulares, puede intuirse a través de su hipotético significado etimológico. Por un lado, la misma raíz ma- (contracción de ama, “madre” en euskera) parece evidenciar que, efectivamente, está haciendo referencia al género femenino. Por otro lado, la raíz -iru (tres) guarda en euskera una evidente vinculación con irun (hilar), pues el proceso de hilatura fundamental consiste en unir (trenzar) tres hilos. Así que tenemos que el término vasco Mairu (Ma: “madre”, iru: “tres”, “trenzar”, “hilar”) parece sintetizar en su etimología, el mismo significado que otros personajes mitológicos femeninos peninsulares a las que se atribuye la construcción de los dólmenes, como la “mora filandera” (mora hilandera) de León y Asturias, o la “moura fiadora” (moura hiladora) de Galicia.
Pero
esta significación mítica no se encuentra solo en la Península ibérica. Diferentes estudios de folklore comparado sobre la tradición oral y las leyendas entorno a los dólmenes situados en las
regiones del llamado Arco Atlántico europeo, nos muestran cómo según las creencias populares, dichas estructuras megalíticas fueron erigidas por mujeres o seres mitológicos femeninos.
“Según el folklore de Portugal, España, Francia, las Islas Británicas, el País Vasco y el de algunas áreas de Alemania e Italia, los dólmenes fueron erigidos por mujeres, que llevaban enormes rocas sobre sus cabezas o dentro de sus delantales, al mismo tiempo que hilaban, tejían o amamantaban a un niño.” Luis Chaves, “As antas de Portugal”
Así por ejemplo, en la región de Bretaña (Francia), de cuya lengua procede precisamente la palabra dolmen (“mesa de piedra” en bretón) y que alberga una de las mayores concentraciones de estructuras megalíticas del mundo, existen numerosas leyendas sobre dólmenes que fueron construidos por hadas que llevaban las piedras en la cabeza o en el delantal, mientras iban hilando (Sébillón, P. 1985, 45). Otros relatos cuentan también como las hadas se pasan el tiempo hilando el lino que crece sobre los túmulos dolménicos (De Garis, M. 1986, 159).
“Es difícil averiguar los orígenes de estas leyendas, pero debieron de nacer en una época en la que tanto las Islas Británicas, como Bretaña y el noroeste de España, pertenecían a un mismo tronco cultural, que podría ser anterior a la civilización céltica, pero no posterior a ese pueblo, puesto que la impronta romana en los países nórdicos, en los que se conservan esas leyendas, fue prácticamente nula. Con este razonamiento podemos explicarnos las semejanzas que se advierten no sólo en los argumentos de las leyendas, sino hasta incluso en las descripciones de sus personajes principales. Y esto no puede ser atribuido a la casualidad, porque son demasiados los testimonios, ni tampoco a un difusionismo del folklore en épocas relativamente recientes porque las diferencias lingüísticas no lo permitirían.” Fernando Alonso Romero, “Las mouras constructoras de megalitos”
Estamos hablando pues de un relato mitológico, probablemente de origen preindoeuropeo, que con diversos nombres y matices, según cada cultura concreta, entrelaza en una misma historia los conceptos de mujer, hilado y dolmen. Una historia mítica que obviamente, tiene el propósito de significar a través del lenguaje simbólico, algún tipo de conocimiento espiritual antaño compartido, de manera común, por todas las regiones del llamado Arco Atlántico Europeo (culturas megalíticas). Sobre cual pueda ser dicho significado, podríamos tomar como elemento comparativo, su aparente vínculo simbólico con el mito de Mari hilando en la entrada de su caverna, no solo por la similitud lingüística entre Mari y Mairu, sino porque el dolmen, al igual que la cueva, también es un espacio sagrado que evoca en sus formas arquitectónicas al útero o vientre de la Madre Tierra (como así lo expresan, por ejemplo, numerosas leyendas y mitos en torno al megalitismo que aún perduran en las Islas Británicas).
El dolmen como evocación de la matriz de Mari
La vinculación más explícita en la mitología vasca en torno al dolmen como puerta de entrada al inframundo uterino vasco, se da precisamente en la conocida leyenda sobre el fin de los jentiles, en donde se relata cómo ante la llegada de Kixmi (el mono-cristo que simboliza el cristianismo romano), los últimos gentiles huyeron hasta desaparecer bajo la gran losa del dolmen de Jentillarri (“Piedra de los jentiles”), en la Sierra de Aralar; lo cual obviamente no puede interpretarse de manera literal, sino más bien como una escenificación mítica de su descenso al mundo subterráneo a través de la “puerta” que representa el dolmen.
Para visualizar mejor el vínculo simbólico entre el dolmen y el útero, hay que tener en cuenta que muchas de las estructuras dolménicas que quedan en pie hoy en día, como es el caso de la de Jentillarri, no serían más que el “chasis” de la construcción original, la cual estaría recubierta originariamente por un montículo de tierra a modo de túmulo. Los llamados dólmenes de corredor, por ejemplo, tienen una entrada en forma de pasadizo (cuello uterino) que desemboca en una sala (matriz), por lo que el túmulo de tierra representaría simbólicamente el vientre (de la Diosa). Esta hipótesis adquiere aún mayor fuerza por el hecho de que cuando estas construcciones hacen las veces de sepulcro, los difuntos son generalmente enterrados en posición fetal, para que renazcan en el seno matricial de la Madre Tierra.
“Si de la mujer humana emana la vida, la Diosa que insufla el poder de la vida en la propia mujer, también permite la muerte, al igual que en el ciclo biológico estacional, y por tanto, el regreso a la inversa de los humanos a su seno divino, para así poder de nuevo renacer en el Mas Allá. (…) De ahí la aplicación arquitectónica mediante formas geométricas de la disposición anatómica reproductora femenina, a través de figuraciones geométricas. Como ya hemos dicho, el útero estaría representado por la cámara central funeraria y por los nichos laterales, la vagina por el corredor, la vulva por la puerta, y el embarazo del vientre materno y su ombligo, por el túmulo. Incluso los ovarios, se hallarían representados en algunas construcciones más complejas, mediante cámaras laterales más o menos redondeadas.” Francesc Gusi i Jener, “La concepción simbólica en las estructuras funerarias megalíticas”
Esta conexión simbólica entre el dolmen y la matriz de la Diosa, también parece estar reflejada en muchas leyendas irlandesas, en las que se relata como los dólmenes fueron creados bien por brujas o bien por la Diosa Maeve, quién volando por el cielo lanzó las piedras que transportaba en el interior de su mandil para así erigir los megalitos. Para algunos mitólogos, este mandil sería una representación arquetípica del útero de Maeve:
“Uno de los enterramientos megalíticos irlandeses más conocidos es el dolmen de Slieve Gullion, en Armagh, fechado en III milenio y conocido popularmente con el nombre de Cailleach Birrn´s House, (la Casa de la anciana Señora). Según la tradición, esta Anciana vino del norte, transportando en su mandil grandes rocas que dejó caer al suelo, y con ellas se formó ese dolmen. Según Dames, el mandil es una versión popular del vientre divino de la diosa madre (1992, 220).” Fernando Alonso Romero, “Las mouras constructoras de megalitos”
Por otra parte, es evidente que dichas estructuras megalíticas fueron concebidas con algún tipo de función ceremonial y así al menos lo atestigua el vecino de Mendibe que en 1952 habló con Barandiaran, pues aunque dicho megalito se conozca como “la casa de Mairi” (Mairietxe), el paisano, atendiendo a la tradición oral de su comarca afirmaba: “los antiguos decían que era la iglesia de los Mairi”. Esta función religiosa o espiritual se hace más evidente en algunos templos o santuarios megalíticos de mayor tamaño, que en realidad no son más que dólmenes de grandes dimensiones, como el Templo de New Grange en Irlanda o el Sepulcro de Huerta Montero en España, en los que su puerta de entrada está alineada con el solsticio de invierno, dejando entrar un “rayo fertilizador” del sol en el interior del Templo (útero) que determina el inicio de un nuevo ciclo solar (Eguberri). Así, en Huerta Montero (Badajoz, Extremadura), la luz del solsticio de invierno iluminaba antaño un enterramiento colectivo en el que los muertos de sucesivas generaciones fueron colocados en posición fetal. Este santuario, en el que se han hallado restos de más de 100 personas y que estuvo activo durante más de 1.000 años, es sin duda un libro abierto sobre las creencias de nuestros ancestros: la vida permanece latente (difuntos) en la matriz de la Madre Tierra (cámara del sepulcro) a la espera del poder fertilizador del sol (haz de luz), cuyo ciclo ascendente comienza cada solsticio de invierno y con él la regeneración de la vida.
Según un inventario del año 2013, en el País Vasco se han catalogado un total de 271 dólmenes y en Navarra 536. Aunque es necesario un estudio exhaustivo de las fechas concretas de las alineaciones solares en dichos dólmenes, si se sabe, al menos, que la mayor parte de los dólmenes alaveses están alineados con el amanecer del solsticio de invierno y lo mismo ocurre con los de sus vecinos burgaleses. Así por ejemplo, el famoso dolmen alavés de Sorginetxe (“Casa de brujas”), que según la tradición oral fue construido por las sorginas mientras hilaban y transportaban al mismo tiempo las pesadas losas de piedra sobre la punta de sus ruecas, está alineado con el amanecer de los solsticios (Ver foto).
Por tanto, es de suponer que la alineación solar concreta de cada dolmen determinara, en cierto modo, la función ceremonial del mismo. Aunque las más habituales son las vinculadas a los solsticios, existen también ejemplos de dólmenes ibéricos como los de Alberite o el de Charcón, del V milenio a.C., que están alineados en torno a la emblemática fecha conocida hoy popularmente como Beltane, que marcaba en el calendario pagano europeo el inicio de la “estación luminosa” (aprox. fecha intermedia entre equinoccio de primavera y solsticio de verano). Pero también existen otros ejemplos europeos en el que los dólmenes están alineados al Arimen eguna o día de los difuntos (aprox. fecha intermedia entre equinoccio de otoño y solsticio de invierno) que determinaba el inicio de la “estación oscura”. Es decir, que los dólmenes confirman la existencia de un ancestral calendario pagano (“Rueda del año”) con 8 festividades solares principales: los solsticios, los equinoccios y las fechas intermedias entre ellos.
De manera genérica, podríamos decir que la función ceremonial de dichas estructuras pétreas estaría fundamentada al igual que la cueva, el etxe o la sepultura, en su papel de “puertas” que intermedian entre el “mundo de arriba” y el “mundo de abajo”, entre el mundo de los vivos y el de los antepasados. Un ejemplo en este sentido lo encontramos en Galicia, en el megalito de Porta do Alen que significa “puerta al más allá”, dónde la tradición oral dice que el Día de los Difuntos (Samaín en la cultura gallega), entrando a su interior y depositando una ofrenda, “uno puede comunicarse con los familiares muertos, cuyas palabras vienen en el viento que se bate entre las piedras”.
En un revelador trabajo de desciframiento a través del euskera, de los textos funerarios de algunas antiguas culturas mediterráneas (ibérica, etrusca, minoica,…) que también desarrollaron el megalitismo en sus territorios, los investigadores Jorge Alonso y Antonio Arnaiz han conseguido descubrir los aspectos lingüísticos esenciales que conforman la mitología mortuoria de dichas culturas prehelénicas. Tras utilizar el euskera como “llave maestra” para interpretar sus textos funerarios, escritos en lenguas que presumiblemente pertenecen a una misma familia idiomática preindoeuropea, comprobaron como todas esas culturas denominaban “Ama” a una Gran Diosa del Mundo Subterráneo que presidía lo que los autores denominan la “antigua religión de la puerta” (Ata/Atean), un lugar por el que se accedía “a otra vida u otra dimensión”, y que en su caso identifican con el emplazamiento en el que era enterrado el difunto, desde el cual y según dichas inscripciones, su alma (anima) descendía hacia un lugar de oscuridad (bals) y llamas de fuego (Kar) que se hallaba más allá del subsuelo.
“El término Atano, la emblemática alusión a la puerta del más allá subterráneo, aparece repetida una y otra vez en las inscripciones ibéricas y etruscas. Por otro lado, la reflexión sobre algunas tradiciones cretenses conservadas anticipaba ya una comunidad cultural (iberos-etruscos-cretenses), que esperábamos se confirmase con las pruebas lingüísticas. […] Cuando comenzaron a surgir de los textos del lineal A cretense alusiones a la ‘Madre’, la ‘Señora’, el ‘infierno’, los ‘valles del más allá’, el ‘río de fuego’, podían compararse sin lugar a duda las distintas fonéticas y tomar decisiones sobre los fonemas y signos silábicos utilizados en las transliteraciones.
[…] La sensación que en principio se recibe de las frases funerarias cretenses es la misma que las procedentes de iberos y etruscos: una espiritualidad sencilla, […] llena de confianza en las diosas de ultratumba. Los individuos que se enfrentan con el más allá expresan su fe en los poderes del infierno, que carecía de las connotaciones negativas de nuestra religión cristiana. El infierno cretense no es comparable al que se describe en la religión cristiana, aunque sin duda deben poseer algunos elementos comunes, pero en la vieja PUERTA neolítica reside la divinidad generadora de la resurrección y la fertilidad. […] Los familiares de los difuntos invocan también en la frase ritual ‘buena acogida para el fallecido’ en los parajes adonde llega el espíritu del muerto. El infierno se sitúa como en el resto de los países mediterráneos investigados: tartesos, ibéricos, etruscos, en el interior de la tierra, donde en medio de la oscuridad corre un río de metal incandescente. […] En Creta, durante el Neolítico, la costumbre funeraria había sido como en la Península Ibérica y el norte de África: enterrar los muertos en cuevas y refugios de las rocas. A veces se realizaban enterramientos masivos (cementerios), y posteriormente se construyeron en la isla tumbas con el aspecto de cavernas”. Jorge Alonso y Antonio Arnaiz, “El origen de los vascos y otros pueblos mediterráneos”
El hilo umbilical de Mari
En euskera, “alma” se dice arima, un término que según la lingüística oficial es un neologismo que tiene sus raíces etimológicas en la voz latina “anima”. Sin embargo, hoy sabemos que el término “anima” aparece inscrito en los textos funerarios de las culturas etrusca y minoica, por lo que su origen primigenio se remonta al menos a la familia idiomática pre-indoeuropea de la que el euskera actual es superviviente. De este modo podríamos interpretar la voz actual arima como netamente vasca, y compuesta curiosamente por las dos mismas silabas que conforman la palabra Mari (quien a su vez es considerada por Andrés Ortiz-Osés como alma mater de Ama Lur). Ya hemos visto también en la introducción como la raíz ari que llevan ambos términos, pudiera derivarse del vocablo vasco hari (hilo) en cuanto a nexo umbilical que expresa el concepto de linaje (aria) tanto mítico como humano. Todo ello nos lleva a preguntarnos de igual modo, si el término izpiritu (espíritu), que la lingüística oficial también señala como un préstamo del latín al euskera, sea también originariamente vasco (recordemos que las sorginas de Zugarramurdi comenzaban su invocación con dicha palabra) y esté vinculado simbólicamente con ese “hilo” (izpi en euskera significa: brizna, hebra, filamento, fibra, rayo de luz,…) que une a todo ser vivo con la matriz creadora y regeneradora de la Diosa/Mari.
Esta vinculación simbólica entre “hilo” y “matriz”, que puede resultar un tanto forzada para algunos lectores, puede tornarse más verosímil si recurrimos a la mitología comparada, concretamente con la mitología maya, una cultura ancestral que guarda sorprendentes paralelismos míticos con la cultura vasca. Entre ellos destacamos las similitudes entre la Mari y la Gran Diosa Ixchel, la hilandera divina cuyo huso es el eje que al girar mantiene en movimiento al universo. Según los mitos mayas, la placenta de Ixchel es descrita como una tela de araña (animal totémico de las tejedoras) de cuyo centro (ombligo) cuelga un hilo (axis mundi) que representa el gran cordón umbilical que une al mundo físico y el espiritual en un único y excepcional tejido: El tejido sagrado de la vida. Vemos pues como el nexo simbólico entre los conceptos de “matriz” e “hilado” es, en el caso el caso de los mitos mayas, claramente explícito, mostrándonos como la interpretación etimológica que aquí proponemos de los términos “Mari” y “arima”, no es del todo descabellada.
Hoy sabemos, gracias a la arqueología, que entre los objetos votivos que las sacerdotisas de la Vieja Europa neolítica ofrendaban en sus ceremonias sagradas, figuraban frecuentemente utensilios relacionados con el arte de hilar y de tejer (husos, pesas de telar, fusayolas, ovillos,…). Estos objetos eran cuidadosamente colocados junto a las estatuillas femeninas (venus) en tumbas, altares y santuarios, en lo que parece ser una ofrenda a la Gran Diosa hilandera del destino de la Europa neolítica. Esta divinidad femenina, que tiene tres caras visibles (ama-iru) como los procesos de crecimiento, plenitud y marchitamiento de la naturaleza, se pluralizó con el paso del tiempo en la forma de tres diosas que están presentes en todas las mitologías arcaicas europeas. Así las encontramos en la cultura escandinava (Nornas), en la báltica (Laima), en la eslava (Sudicky), en la romana (Parcas) y en la antigua Grecia (Moiras).
Cabría preguntarse por tanto, si del mismo modo que ocurre en la cosmovisión ancestral vasca, en el que a pesar de los numerosos nombres y apariencias con los que se conoce a Mari, sabemos que en realidad estamos hablando de un mismo ser, no podrían de igual modo las mairis/mairus/moras peninsulares y otros personajes mitológicos femeninos europeos, representar a un mismo numen o deidad femenina preindoeuropea, que con el paso del tiempo y a medida que se fueron desvaneciendo y desvirtuando las cosmovisiones indígenas europeas, terminó por “pluralizarse”, manteniéndose su esencia mítica primigenia tan solo en algunos lugares, como ocurrió, en el territorio vasco, con el mito de Mari y su representación arquetípica primordial como hilandera en la entrada de su cueva.
Dicha representación arquetípica encuentra, sin duda, su reflejo simbólico en la Mairi, hilandera que construye un monumento arquitectónico ceremonial (dolmen) que recrea artificialmente a la cueva sagrada; pero también en la etxekoandre que hila en las noches junto al fuego sagrado de su etxe o en la que “desovilla” la argizaiola sobre el jarleku el día de los difuntos (Arimen eguna). Todas estas escenas míticas y en cierto modo sagradas, tienen en común el que en ellas se entrelazan simbólicamente la “puerta” hacia el Mundo Subterráneo, el principio sagrado femenino y el hilado.
Por tanto, si tanto la cueva, como el etxe, la sepultura y el dolmen tienen indudables connotaciones uterinas en la cosmovisión aborigen vasca, podríamos deducir por su parte que el hilo tendría un sentido umbilical, en cuanto a nexo entre el mundo físico y la matriz creadora de la Diosa/Mari. Dicha conexión umbilical (ari-ma, izpi-ritua), que posibilita la comunicación con las fuerzas espirituales de la naturaleza (entre las que se encuentran las almas de los difuntos de cada comunidad concreta), es la piedra angular en la que se fundamentan las prácticas y ritos animistas que hoy en día se engloban bajo el genérico nombre de chamanismo.
Del mismo modo podríamos afirmar, de manera genérica, que en las cosmologías chamánicas el simbolismo del “hilo” no solo evoca la vinculación con la ascendencia de nuestro linaje familiar (antepasados), sino también con la ascendencia de nuestro propio linaje espiritual, es decir, con las distintas manifestaciones físicas (vidas) que ha tenido un mismo espíritu a lo largo de su existencia y que trascienden lo que comúnmente conocemos como “ego.” Desde esta perspectiva, los mairus o los jentiles no representarían tan solo a nuestros más remotos antepasados, sino a nuestra “ancestral” naturaleza humana en su primigenia manifestación. O lo que es lo mismo: Todas y todos somos mairus, solo hace falta buscar en lo más hondo de nosotros mismos para reencontrarnos con la esencia salvaje y libre de nuestro propio ser.
“Es decir, no son antepasados, sino el mismo Ser (espíritu) en anteriores manifestaciones existenciales. Usaré una metáfora, si bien alejada de la realidad nos será útil. Imaginemos que retrocedemos en el tiempo y que en pocos segundos pasamos de la vejez a la madurez, de la juventud a la niñez, del parto al feto y de éste al embrión. Cada una de estas etapas de vida son distintas modalidades existenciales o manifestaciones de un mismo ser ("espíritu") y todas ellas están unidas por un hilo invisible, a través del tiempo y del espacio, que nos permite conservar nuestra identidad. Ese hilo somos nosotros mismos. Ahora bien, si nos pudiéramos remontar a otras modalidades o estados, de ese mismo espíritu, pero anteriores al embrión, tendremos entonces la trama genealógica (espiritual). Si seguimos hasta el final nos encontraremos lógicamente con el espíritu (Ser) propiamente dicho, origen de las modalidades recorridas. Hemos reunido lo disperso, lo manifestado, de nuestro ser. Nos hemos reintegrado a la fuente de nuestras múltiples existencias. Muchos de los lectores conocen ese hilo: es el que tejen las moiras griegas, cortándolo al final de un estado de manifestación ("muerte"). Este hilo nace de la Madre Tierra (principio cósmico pasivo, el Yin de los chinos, la Prakriti de los hindúes, representado en nuestra realidad sensible por el ámbito telúrico) por eso el mapuche se siente ligado como por un cordón umbilical a su Ñuke Mapu.” Aukanaw, “La ciencia secreta de los mapuches.”
Y así, determinados ritos iniciáticos y de sanación, como los que antaño debieron tener lugar en el interior de las cuevas o de los dólmenes europeos, debieron de estar relacionados con este conocimiento ancestral que permite llegar a conocer lo más profundo de uno mismo a través del recorrido espiritual por nuestro respectivo “hilo de vida”. Y no hace falta que los europeos nos remitamos a lejanas culturas indígenas para encontrar referentes culturales de estas prácticas, pues como recoge Peter Kingsley en su libro “Los oscuros lugares del saber”, la práctica espiritual de la “incubación” o el “quietismo” en espacios uterinos, oscuros y bajo tierra fue un rito ceremonial muy extendido en la Europa prehelénica con el objetivo de sanar, recibir visión y renacer a través de la muerte ritual en el vientre de la Madre Tierra.